“En los entierros de mi pobre gente pobre, las flores son de papel y las lágrimas son verdad”
Cheo Feliciano
La pobreza y las penurias acompañaron hasta la muerte a Edelmira Ríos Julio. A sus 93 años falleció sin que sus familiares tuvieran clara cuál sería su última morada ni qué podían hacer ante esta eventual situación. Durante tres días permaneció en el Hospital Universitario del Caribe y, tal vez, cansada de tanto sufrimiento y una lucha constante decidió dejar el mundo terrenal a la primera hora de la mañana de ese 11 de abril de 2017.
Una vez expiró Edelmira comenzaron los padecimientos para sus seres queridos. Una humilde familia que reside en el barrio El Zapatero que lo único de verdad que tenían eran sus lágrimas y el dolor tras la muerte de una mujer de la que se sentían bastante orgullosos. Su deceso cogió por sorpresa a cada uno de los bolsillos de sus allegados que carecían del dinero suficiente para darle un último adiós de manera digna.
“La muerte es algo fregado mi hermano. Hasta para morirse hay que pensarlo porque si la familia no tiene billete comienza uno a padecer.”, era la reflexión en voz alta de Argemiro Sánchez, un tintero estacionado a la entrada del centro asistencial mientras vendía café caliente y se observaba a la distancia caminar a la nieta de Edelmira desesperada buscando refugio o amparo en alguien.
El cuerpo sin vida de la mujer permaneció todo el martes en el hospital. La angustia de los allegados era total y no sabían qué hacer frente a un escenario tan apremiante. Solo para la preservación del cadáver les estaban cobrando $150 mil y, gracias a las gestiones que se adelantaron con la administración distrital en unas oficinas ubicadas en el centro comercial Ronda Real, lograron que una funeraria les diera el cofre, la bóveda en el cementerio público de Albornoz y les encimaron el vehículo que, justo el día en que iban a sacar el cuerpo de la mujer, se varó por la tijera. La falta de recursos y la crisis financiera que afronta la administración ha terminado hasta por afectar esta prestación del servicio funerario, según les explicaron a los dolientes.

Una grata sorpresa en medio del dolor
Los vecinos sorprendieron gratamente a la familia de Edelmira ese martes en la noche. Entre todos lograron reunir 200 mil pesos con los cuales hubo un pequeño alivio financiero en la humilde vivienda que despertaban el miércoles con la mente puesta en el hospital y la necesidad de velarla y llevársela para la casa. Al llegar al Universitario lo primero que hicieron fue imprimir unos cuantos avisos que les salieron por 15 mil pesos.
Luego, y pensando en el poco dinero que había, le pidieron una sugerencia al hombre de la funeraria para arreglar el cuerpo de una manera más económica. Efectivamente, como si se tratara de un genio al que le piden un deseo, les sugirió a los familiares comprar cinco elementos esenciales para que se preservara el cuerpo. Se trataba de café, cal, fabuloso y creolina. Una mezcla con la que podían velar a la mujer por unas cuantas horas, pero eso sí, tenían que apurarse porque el cuerpo comenzaba a descomponerse. El tiempo apremiaba.
Antes de comenzar la ardua y dolorosa labor, la nieta de Edelmira, su esposo y una vecina del sector decidieron hacerle frente a un hambre atroz que los atacaba desde el día anterior. Un caldo tan claro como la mañana de ese día sirvió para contrarrestar la fatiga. Julys Cuadrado Herrera le daba vueltas en el plato a un hueso sin poder encontrarle un pedazo de carne. “Esto es algo que no se lo deseo a nadie”, dijo la mujer tomando una cucharada de caldo y espantando una mosca que rondaba el vaso de gaseosa.
Eran entonces las 10:00 de la mañana cuando embarcaron el cofre en la camioneta de la funeraria. Un ataúd sencillo de color gris. El cuerpo de la mujer estaba en el cuarto piso y luego de que les entregaran los documentos legales pudieron sacarla envuelta en una bolsa azul. Jamás volvieron a verle el rostro a Edelmira desde que la sacaron del centro asistencial. “No tenemos para un entierro digno y ella fue una mujer que se jodió por nosotros. Me duele tener que recompensar todo lo que hizo de esta manera”, comenta Julys mientras se secaba el sudor que estaba mezclado con las lágrimas.
Mientras el vehículo llegaba a la humilde residencia, el reducido espacio del comedor lo transformaron en una improvisada sala de velación con unas sillas de plástico amarillas bastante deterioradas que, al igual han servido para amenizar los bailes del sector.
En una bolsa de mencha de la tienda de la esquina del cachaco, Juan Manuel Cuadrado Ríos, el único hijo de Edelmira, un ebanista al que ya le ha caído también el peso de los años, traía varias botellas y las dejó ubicadas en la puerta esperando el cuerpo de su madre.
Dos bisnietos de la mujer fallecida piden poder ver televisión en medio del receso de vacaciones del colegio que, piensan, se debe aprovechar al máximo. El no es rotundo para los pequeños porque en la casa se debe respetar la memoria de la bisabuela, muy a pesar de que a la distancia, un picó en el barrio suena a todo timbal con los últimos éxitos de la champeta criolla y las placas que no dejan de anunciar que es la mejor máquina de sonido en todo El Zapatero.
A las 11:38 de la mañana llegó la camioneta en la que venía el cofre con Edelmira envuelta en la bolsa azul. De inmediato y entre varios familiares comenzaron el ritual para preservar el cuerpo. El plástico azul parece estar vacío y lo sacan entre dos. Al cajón comienzan a echarle el café con la cal y un intenso olor comienza a sentirse en la casa. Luego rosearon el fabuloso y la creolina disuelta en agua.
A la distancia, las vecinas van caminando por el frente de la casa, algunas en unos mochos que parece entraron a la fuerza en esos cuerpos y unas blusas con las que se les marcan sus encantos deteriorados con el paso del tiempo. Van camino a donde el cachaco a comprar lo del almuerzo. Una de ellas llega con disimulo a pedir dos bolsas de menudencias, según ella, es lo único que come la perrita de la casa. “Gracias a Dios descanso la señora Edelmira”, dice otra vecina desde la tienda mirando de reojo hacia la humilde residencia.

Rumbo al cementerio
Con las bolsas para la comida del almuerzo se daban cita en la incipiente sala de velación y, en menos de diez minutos, se llenó de amigas de Edelmira que lamentaban lo que había sucedido. No había espacio para el tradicional tinto de velorio que hace llevadera la conversación y los avisos se pegaron con la goma de zapato de don Juan Manuel.
Cuando las manecillas del reloj marcaban las 3:30 de la tarde decidieron sacar el cajón para llevar los restos mortales de Edelmira a su última morada en el cementerio de Albornoz. Varios vecinos decidieron acompañar a los dolientes de una mujer que aún después de muerta fue golpeada por las necesidades.
Como si desde su nacimiento hubiera sido marcada para siempre con la indeleble huella del sufrimiento y que fueran pocos y escasos los momentos para conocer la felicidad. Fueron esos mismos instantes los que hicieron parte de las conversaciones que tuvieron los vecinos una vez marcaron el cemento de su bóveda con su nombre y la inolvidable fecha de su fallecimiento. En El Zapatero la vida sigue.