El procedimiento de “certificación” o “descertificación” en materia de lucha contra las drogas, impuesto unilateralmente por Estados Unidos desde finales del siglo pasado, nunca ha sido un mecanismo multilateral ni consensuado. Es, más bien, una herramienta diplomática inventada por el Ejecutivo norteamericano para someter a juicio a otros países según los criterios que convengan a su política interna. No existe un comité internacional que evalúe resultados, ni una concertación global que valide parámetros: se trata de un dedo acusador que aprueba o sanciona, según el vaivén de la Casa Blanca y el Congreso.

Lo que se vende como un proceso técnico es en realidad un instrumento profundamente político. Washington decide si un país ha cumplido o no con las “expectativas” de la lucha antidrogas, y a partir de ese juicio reparte castigos o recompensas: cooperación, auxilios, programas de asistencia o, en el otro extremo, bloqueos y recortes. Lo más grave es que el país “evaluado” no tiene posibilidad alguna de apelar ni de participar en la decisión.

No es la primera vez que Colombia recibe el garrotazo. En los años noventa, bajo la presidencia de Ernesto Samper, la descertificación fue el resultado directo de un escándalo electoral vinculado con dineros del narcotráfico. Aquella medida no se basó en estadísticas sobre cultivos ilícitos ni en éxitos de interdicción, sino en la necesidad de un gobierno extranjero de enviar un mensaje político sobre la legitimidad de un mandatario. Hoy, la historia se repite bajo otro ropaje: el choque ideológico entre un gobierno de izquierda en Bogotá y una administración republicana en Washington que busca mostrar músculo frente a los gobiernos progresistas de la región.

La descertificación reciente no sorprende: ya durante la administración Trump se habían encendido las alarmas con recortes a la cooperación de USAID y la imposición de aranceles que nada tenían que ver con el narcotráfico. Colombia, como otros países, fue arrastrada a un juego de presiones económicas y políticas que confirma que el discurso antidrogas es apenas una excusa para reafirmar hegemonías y ajustar cuentas ideológicas.

Frente a este escenario, la respuesta no puede ser de sometimiento ni de resignación. Colombia debe mantener sus políticas de control, no para complacer a Washington, sino por la obligación de proteger a sus comunidades y garantizar seguridad. El país tiene que entender que la “descertificación” no mide su esfuerzo real, sino la conveniencia política de un aliado poderoso. En consecuencia, debe diversificar sus relaciones internacionales, fortalecer la cooperación con instancias multilaterales y afirmar su soberanía en los espacios diplomáticos.

La descertificación es, en esencia, un instrumento político disfrazado de evaluación técnica. Washington lo ha utilizado como látigo para doblegar gobiernos, presionar agendas y enviar mensajes a sus propios votantes. Colombia no puede seguir atrapada en esa narrativa unilateral. La verdadera certificación la otorgan sus ciudadanos, quienes esperan un Estado firme en la lucha contra el crimen organizado, pero igualmente digno y autónomo frente a las imposiciones externas.

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