Por Danilo Contreras Guzmán
El 31, cuando el tiempo acostumbra a tomar la forma de recapitulaciones y formulación de buenos propósitos, me propuse, con cierto pragmatismo, edificante quizás, comprar libros para iniciar el año.
En aquella mañana inusualmente nublada una librería de la calle segunda de Badillo me deparó un par de obras de carácter histórico pero de disimiles alcances: “La era de la revolución: Europa 1789 – 1848” de Eric Hobsbawm y la última publicación de Alfonso Múnera Cavadía, “Cartagena de Indias, una ciudad abierta al mundo”.
La primera adquisición, a pesar de una pospuesta intención de leer al renombrado historiador británico, fue más bien producto de un azar; en cambio, acerca de la segunda, estaba avisado de su relativamente reciente publicación y tenía inquietud por conocer una visión novedosa de la historia general de la ciudad, atendiendo los antecedentes de “El fracaso de la nación” que vio la luz en 1998, obra que había leído hace ya algunos lustros.
Pese a que me confieso lector perezoso e indisciplinado, antes que salieran las fiestas de reyes, había devorado, de un tirón, según reza la frase de cajón, el libro de Múnera, no por mérito propio sino por la naturaleza fluida de la prosa del autor que me condujo como un rio vertiginoso buscando “el mar de los caribes” a través de sus páginas que no están desprovistas de giros alegóricos y relatos con tono de intimidad que en nada se parecen a lo que comúnmente podría esperarse de una rígida obra o tratado histórico.
Borges ha puesto en boca de uno de sus personajes la tesis según la cual toda hipótesis tiene la obligación de ser interesante y que, en cambio, la realidad puede prescindir de tal compromiso. Pienso que en el caso de “El fracaso de la nación”, Múnera realiza el postulado borgiano al plantearse desde el título mismo y luego en el prefacio, la audaz teoría de la fallida construcción de nuestra nacionalidad tal como se concibió en los mitos fundacionales que han determinado la historiografía y de alguna manera la suerte del país.
“El fracaso de la nación” es, en efecto, un ariete que rompe la idea de que la emancipación del dominio español correspondió a la realización de un ideario nacionalista que preexistía a las luchas de independencia, con la cual se consolidaba la Nueva Granada, y que tal gesta obedeció, exclusivamente, al iluminismo de las élites de las postrimerías coloniales, reivindicando, en contraste, con poderosa y documentada argumentación, el aporte de sectores populares y especialmente de la descendencia africana y mestiza a las épicas de la independencia. La idea quijotesca de derrumbar mitos y monstruos que son como molinos de vientos, siempre resulta ser sugestiva e inspiradora.
Esa obra esencial de la producción de Múnera fue para mí, y seguramente para muchos de quienes la han leído en Cartagena y el Caribe Colombiano, una especie de epifanía, un espejo sorprendente puesto por delante que nos definió y ratificó con detalles de conceptualización algunas de nuestras intuiciones sobre nuestra identidad que falazmente nos habían impuesto como de origen exclusivamente hispánico y así entender, de una vez por todas, que nuestro sustrato, nuestra naturaleza, es también africana e indígena, cuestión que ya desde la adolescencia sospechábamos cuando asistíamos eufóricos a las primeras versiones del Festival Internacional de Música del Caribe en la vieja y primorosa plaza de madera de la Serrezuela.
Aquel libro fue, tal vez, la revelación de una nueva patria que iba más allá de las imposiciones de las élites andinas: Una patria más grande que navega lo que Múnera denomina “el mar de los caribes”, y de otra patria más entrañable, cercana, intima: Cartagena de Indias.
Pues bien, con tales precedentes me sumergí durante los albores del año que corre vertiginoso, en el mencionado caudal de la lectura de “Cartagena, una ciudad abierta al mundo”, que inexorablemente desemboca en el mar nuestro de cada día.
Mi arriesgada opinión, seguramente errada y en todo caso prescindible, es que a pesar de que el autor sigue desvelando claves ocultadas por la visión hispanizante y elitista de nuestra historia, la “hipótesis” que determina el carácter del libro (Cartagena definida como una ciudad abierta al mundo), no tiene la misma fortuna y fuerza que aquella que estructura los perfiles de “El fracaso de la nación”.
No puedo ocultar la desazón que desde la inauguración de la lectura me causaron dos circunstancias recurrentes en el curso de toda la obra: La idea de que el libro fue producto de una especie de encomienda del grupo empresarial que rige desde hace ya varias décadas los destinos del puerto, y en consecuencia, en buena medida, de la ciudad toda; y de otro lado, el afán confesado del profesor Múnera respecto del propósito principal de libro: “…infundir en los cartageneros y en general en todos los colombianos algo de optimismo…”, con lo cual las incuestionables dotes de investigador descarnado del autor pueden resultar comprometidas, salvo mejor criterio.
Schopenhauer con intratable talante sentenció que “el optimismo…no es sólo una doctrina falsa, sino incluso perniciosa…”, opinión que un mero ciudadano como yo no es capaz de sustentar y mucho menos contradecir, pero cuando menos me atrevo a calificarla como una “hipótesis interesante” en el caso de la construcción de verdades a partir de la indagación metódica de las raíces de la historia, pues en tal tarea la pretensión debe ser, conforme entiendo, la desnuda objetividad, pese a que esta nunca se alcance del todo, no importando entonces si la narración de los acontecimientos pretéritos cause desasosiego o entusiasmo en el ánimo del lector.
Uno podría pensar que la hipótesis contenida en el título del libro es cuando menos discutible, si se asume la consideración objetiva consistente en que la actividad portuaria, que sin duda es sino de la ciudad, también fue marcada por el monopolio imperial de las instituciones coloniales que necesariamente implicaron restricciones y cerramientos contrarios a la apertura que Múnera consigna como atributo connatural de Cartagena de Indias. El contrabando que denuncia el autor como rasgo persistente en la historia de los primeros siglos de Cartagena de Indias, también podría servir de argumento al carácter intencionalmente hermético de nuestro devenir como metrópoli de ultramar del reino de España. No prospera el contrabando donde hay apertura.
Este primer abordamiento de la obra me impide omitir otras observaciones de simple lector a la versión de lo que ha sido y significado el grupo puerto de Cartagena, pues mi edad que ya supera el medio siglo, me da también la condición de testigo de algunos hechos. Así, al leer apartes del capítulo XXV del libro vino a mis recuerdos, cercanos aún, la imagen del doctor Jorge Piedrahita Aduen, perseguido por sus denuncias en las que el destacado veedor no dudo en calificar como el mayor fraude cometido contra la ciudad la manera espuria como al parecer paso el dominio del puerto a manos de nuevas élites en las postrimerías del siglo XX. Algunos conocimos con mayor o menor grado de cercanía el drama vital que significó para Piedrahita cometer la audacia de denunciar tales hechos y las consecuencias de cuestionar ciertos poderes.
A pesar de los naturales desencuentros que un mero lector puede tener con el autor de un libro que seguramente releeré y citaré a partir de las despiadadas subrayas que ya surcan el texto, sigo reivindicando la labor del profesor Múnera al rescatar el papel de los afrocartageneros, mestizos y en general de los sectores populares en la gesta de la construcción de nuestra identidad y de las transformaciones de la ciudad. Difiero de la idea de Carlyle según la cual “la historia de la humanidad es la historia de los grandes hombres” y más bien milito con la tesis expuesta por Bauman en un libro que también esta en mi mesita de noche, “Esbozos sobre la teoría de la cultura”, según la cual “…el ser humano no es tanto el receptor como el creador del mundo, esto es, un sujeto capaz de intervenir activamente en su constante transformación…un ser humano que lucha activamente, que está siempre empeñado en elegir, evaluar y organizar el mundo, que no es solo un punto de llegada para los vectores de energía, sino también un punto de partida…”. Entiendo entonces que el historiador tiene gran responsabilidad en ayudar a la gente a comprender su particular vocación transformadora ofreciéndole diversos puntos de vista relativos a los eventos de pasado que son materia prima de la edificación del futuro del cual debemos ser partícipes.
Finalmente anoto que durante el año que acaba de terminar, he vuelto la mirada, con suma curiosidad, sobre la importancia de la cultura en la configuración de la suerte y el devenir de los pueblos; me refiero a la cultura más allá de los factores materiales o económicos, de políticas públicas o institucionales, o de las expresiones artísticas que determinan lo que hemos dado en llamar “progreso”, término que Walter Benjamín llegó a denunciar con la frase “progreso como destrucción” para renegar de la razón instrumental que nos condujo a las apocalípticas conflagraciones mundiales del siglo XX y contraponer a esta la razón crítica.
Precisamente Bauman en la obra citada antes señala en cuanto a la cultura que “…su función consiste en crear significados comunes, así como los valores, las posiciones y las motivaciones asociadas a ellos, gracias a lo cual la cultura puede participar de manera determinante en el proceso de creación de sentimientos de unidad entre las personas que pertenecen a un grupo…”. Y agrega que la cultura tiene un papel “modelador” que favorece el proceso de toma de decisiones de los individuos.
En tal universo, concibiendo que la ética también es parte de la cultura y debería ser la forma de la política, en una ciudad marcada por las desigualdades y la segregación, bien valdría profundizar en el análisis de los fenómenos culturales que se expresan más allá del progreso material que concentra la riqueza, y tal vez, solo tal vez, podamos ofrecer una oportunidad a la solidaridad y la justicia cuyo déficit es causa de la denigrante pobreza que sigue siendo otra marca oprobiosa de nuestra historia.

