Por Danilo Contreras
Que mala memoria. No alcanzo a recordar el rostro del niño ni el de su madre, pero si recuerdo las circunstancias no tan lejanas.
Era una mañana cualquiera y fatigaba una lenta fila en algún supermercado. Delante de mí, un pequeño y su madre. Entonces, de manera casi mecánica, desprevenido, estiré mi mano para tocar el cabello rizado del muchachito como un simple gesto de simpatía, pero la mujer reacciono con una agresividad que retorna a mi memoria como una especie de corrientazo que me hizo retroceder: “No lo toque”, me grito, agregando con dientes apretados: “Atrevido”. Quede paralizado y medio aturdido, como quien recibe un “cross” de derecha a la oreja.
Desde aquella mañana no había vuelto sobre esa inquietante experiencia, salvo algún comentario de tertulia intrascendente, lo que no significa que hubiese restado importancia a ese extraño desencuentro.
Esa anécdota regreso este turbulento fin de semana en medio de un diálogo en el que compartía mis preocupaciones por la pugnacidad y el sectarismo que vuelve a enseñorearse con corrosiva acidez en el debate político nacional, al extremo del lamentable atentado físico contra un reconocido dirigente político.
En el fragor de la charla y para ejemplificar la agresividad que caracteriza, no solo las relaciones políticas en el país, sino las interacciones cotidianas de la gente, recordé aquel acto desprovisto de malicia que había provocado la violenta reacción de la señora del supermercado. Sin embargo, el ejemplo causó un efecto contrario a lo que pretendía demostrar a mis interlocutores y terminé señalado por cometer la “extralimitación” de despeinar la cabellera de aquel pequeño desconocido. “Si hubiese sido mi hijo también te habría reclamado”, me fulminó uno de mis contertulios. La nueva recriminación no dejó de confundirme, como había ocurrido en el momento mismo en que la madre ofendida me reprendió.
Cierto estupor me impidió seguir argumentando y la conversación terminó abruptamente por esa especie de condena sumaria y retardada a mi actitud en el episodio narrado y en consecuencia a mi hipótesis según la cual vivimos inmersos en una tradición de agresividad y violencia que se refleja en los episodios más irrelevantes de la vida diaria, pero también en las altas esferas del poder donde se define el destino de la nación.
El resto del día no deje de darle vueltas al asunto refunfuñando aquella prosaica derrota, intentando liberarme de un vago sentido de culpa. No se debe expresar un gesto de simpatía al prójimo, sea niño o adulto, so pena de ser calificado como un atrevido, pensé. Es mejor guardar permanente distancia con la gente, concluí como remedio definitivo.
Entonces me encontré con una vieja entrevista a Antanas Mockus en la que el profesor lanzó una frase propicia a mis reflexiones: “La desconfianza es el infierno”, y esa idea me condujo, como entre trochas, a otra de Sartre que sentencia con pesimismo existencial que “El infierno son los otros”, llevando a la hipérbole su explicación acerca de la naturaleza de la conflictividad de las relaciones humanas.
Pero Sartre que ubicó el averno en los demás en la famosa frase entreverada en su obra “Sin salida” (1944), matizó más tarde su terrible admonición al decir “Se ha creído que lo que quise decir con eso era que nuestras relaciones con los demás siempre están contaminadas, que son invariablemente infernales. Pero lo que realmente quiero decir es algo totalmente diferente. Quiero decir que, si las relaciones con otra persona están distorsionadas, viciadas [es decir, corrompidas], entonces esa otra persona solo puede ser un infierno”; a lo que agregó: “Las relaciones entre personas de mala fe están destinadas al fracaso; sin embargo, las relaciones entre personas auténticas pueden tener éxito”.
Pude respirar con algo de tranquilidad y el vago sentimiento de culpa se disipó, aunque no del todo y más bien me pregunté: ¿Que ha podido imaginar aquella madre sobre mi persona? ¿Que causó esa radical desconfianza? ¿Qué experiencia podía motivar un rechazo cómo aquél del que fui destinatario? ¿Qué tipo de sociedad propicia este tipo de comportamientos? ¿Cuáles son los temores, o terrores, que alberga una madre como aquella desconocida?
La Constitución Política de Colombia consagra un principio neurálgico para que la vida en sociedad fluya y no sobrevenga el caos; se trata del precepto contenido en el artículo 83 que enseña que “Las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá…”.
Ese precepto ético permite que situaciones cotidianas que damos por sentadas sin que sea necesaria ninguna elucubración especial, se cumplan rutinaria y rigurosamente, pues de lo contrario, por ejemplo, nadie podría cruzar una cebra mientras el semáforo está en rojo, ante el peligro de que cualquiera al timón de un automóvil desprecie la regla no escrita, cruce y dañe a los transeúntes. Lo que se da por sentado es la posibilidad de confiar, en vez de la prevalencia de la desconfianza hacia los otros que es el infierno de que hablan los filósofos.
Tristemente, ese valor ético parece desdibujarse en nuestros días en medio de un panorama sombrío, erizado de prevenciones, de las relaciones humanas.
Sartre pregonaba que en la lucha permanente del ser humano por su libertad suele encontrarse con que es tratado como simple objeto o, al revés, que trata a los demás como objetos en el camino egoísta de la falaz realización de los deseos propios. En esa tensión la autonomía personal se ve amenazada pues siempre buscamos prevalecer sobre el otro.
Al final, el existencialista francés nos abre una puerta de salvación que identifica con una «conversión radical» que alcanza a esbozar como una transformación de la «mala fe» hacia la “autenticidad”, y acota, “El infierno es separación, incomunicabilidad, egocentrismo, ambición de poder, riqueza y fama. El Cielo, en cambio, es muy simple y muy difícil: preocuparse por el prójimo…”. Quizás, algo de esto último necesita cada uno en estos días que se empeñan en hacernos aciaga la existencia y negarnos el derecho a ser con los otros.

