Por Rubén David Salas Arias

Dentro de los efectos secundarios evidenciados como consecuencia de la pandemia se encuentra el ajuste de poderes entre la política monetaria y la política fiscal. Si pensamos en el registro histórico de la política económica como un péndulo que va y viene, en el último vaivén décadas atrás, quedamos en un ciclo en el cual los bancos centrales tenían el protagonismo, porque mantenían la inflación en niveles bajos y el poder adquisitivo de la población permanecía estable; mientras, la política fiscal servía de estímulo en momentos difíciles, pero hasta un punto en el que la deuda fuese sostenible sin afectar la estabilidad económica.

Luego de la pandemia evidenciamos un nuevo giro del péndulo, porque los gobiernos encontraron en las garantías públicas un mecanismo para incentivar el crédito evitando el impago de los deudores y fomentando la reactivación económica. En ese sentido, la política fiscal toma el papel de “crear” dinero por medio de las garantías contingentes a través del crédito privado.

Pasó el tiempo y las consecuencias de la pandemia empezaron a ser evidentes en la capacidad de producción. A su vez, llegaron más choques que siguieron afectando la oferta de bienes y servicios. Así es como el mundo se encuentra con altos niveles de inflación y bajo crecimiento, y con expectativas de recesión global.

Ahora que la inflación es un inconveniente que se espera persista en el largo plazo -en especial porque los choques a la economía global generaron problemas estructurales y no transitorios-, la política monetaria ha perdido protagonismo y la tasa de intervención parece ser insuficiente. Entonces, entra el papel de la política fiscal con su nueva herramienta de dar garantías, porque ahora tiene facultades de “crear” dinero de manera implícita.

Con esa “creación” de dinero y control del crédito, los gobiernos están en la capacidad de elegir un nivel de crecimiento y de inflación que les permita no sólo fomentar la productividad, sino reducir su déficit. Es una herramienta de doble filo, porque si se da una politización del crédito desmedida, las contingencias podrían hacerse efectivas y aumentar los niveles de déficit, y ante choques económicos, ataría de manos a la política fiscal. Sin embargo, si la creación del crédito es bien dirigida, lo que significaría una reasignación efectiva de la inversión, funcionaría como una estrategia para fomentar la reindustrialización y las transiciones sectoriales-productivas de las economías.

En ese cambio de poderes, la política monetaria perdería el protagonismo e incluso podría reevaluar su nivel de tasa de intervención de política objetivo -mientras la inflación permanezca alta y no se solventen los problemas estructurales de oferta-, aunque esto no quiere decir que quede obsoleta, porque debe mantener la estabilidad del poder adquisitivo del dinero. Por tanto, durante las próximas décadas, la trama de la historia quedaría en manos de la política fiscal y la orientación de políticas públicas que busquen el crecimiento económico y la reducción del déficit. Así como sucedió luego de las guerras mundiales, hasta que las condiciones dieron paso al giro del péndulo en la otra dirección.

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