En Cartagena y en nuestra región hemos aprendido, a veces con dolor, que las obras hechas a medias terminan siendo un problema para todos. Se construyen pensando en la urgencia del momento, en “salir del paso”, pero no en lo que vendrá después. Y al final, lo que parecía suficiente se convierte en una limitación que nos afecta día a día.

El puente de Gambote, levantado con un solo carril cuando la gente pedía dos, hoy es un cuello de botella. La vía perimetral, estrecha y sin complementos, quedó pequeña desde el inicio. Y el gran viaducto de la Ciénaga, orgullo en su momento, se diseñó con un solo carril y dejó el retorno en manos de vías internas que nunca estuvieron preparadas para esa carga. Hoy todos sabemos lo que significa: trancones, comunidades desconectadas y una infraestructura que no alcanza.

Lo más triste es que estas decisiones no solo encarecen las soluciones futuras, también nos roban oportunidades de desarrollo. Porque cada obra limitada es una puerta cerrada para la movilidad, para el comercio, para la vida cotidiana de miles de familias.

Por eso resulta esperanzador escuchar al alcalde hablar de una segunda calzada para el viaducto. Sí, será más costosa ahora que en el pasado, pero representa algo más grande: la voluntad de pensar en el futuro, de construir con visión, de dejar huella para las próximas generaciones.

La enseñanza es clara: cuando se hagan obras en Cartagena y en Bolívar, que se hagan con mirada de largo plazo. No se trata de lujos, se trata de dignidad, de progreso y de respeto por la gente. Porque las obras que se piensan en grande no solo sirven para rodar vehículos, sirven para conectar sueños, comunidades y oportunidades.

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