Por Danilo Contreras Guzmán

Las últimas semanas han sido de gran tensión en la agenda democrática de la nación por cuenta de los álgidos temas que se debaten entre representantes de las ramas del poder y los hechos de orden público que incluyen el atentado contra un precandidato a la presidencia de la República, actos terroristas en distintas regiones y un rebrote inquietante del sectarismo político que a mi modo de ver ha sido causa eficiente de la violencia que ha azotado a Colombia por más de ocho décadas.

Esta prescindible nota, que como todas las propias, es una especie de mensaje dentro de una botella lanzada al mar por un náufrago anónimo, parte de varios presupuestos que dejo en claro para facilitar la compresión de mis argumentos y, también, debo confesarlo, para intentar amainar los ataques sectarios que surgen contra cualquier opinión hecha pública. No me queda duda que este último propósito resulta quimérico en el pugnaz ambiente actual. En fin. Vamos adelante con el argumento.

La primera premisa a destacar es que entiendo que hay una diferencia sustancial entre los términos “polarización”, tan utilizado en estos tiempos y tan satanizado, y la noción “sectarismo” que es un fenómeno de la cultura política nacional al que he dedicado algunas reflexiones.

La polarización, creo, resulta deseable en una sociedad que valore el pluralismo que es principio fundante del Estado Social de Derecho según lo establece al artículo primero de la Constitución Nacional. La segunda, vale decir, el sectarismo, es una anomalía grave de la deliberación y de la cultura política que implica intolerancia, discriminación, y en no pocos casos, odio por todo aquel o aquella que profese una ideología diferente a la propia. La historia nacional e incluso la literatura, dan cuenta de esa especie de epidemia que ha sido génesis, en buena medida, de la violencia disolvente que hemos padecido por décadas.

La segunda premisa, que es más bien una constancia, es mi satisfacción por la aprobación de la reforma laboral que demuestra que más allá de las tensiones entre el poder ejecutivo y el legislativo, es posible reivindicar derechos a los trabajadores en una sociedad tan desigualitaria como la nuestra, y celebrar también que la Corte Constitucional le hubiese dado una oportunidad a la reforma pensional, permitiendo que se solucionen posibles tropiezos formales que han podido ocurrir en el trámite parlamentario de la misma.

La tercera proposición es mi convencimiento de que la idea de democracia esta puesta en cuestión no solo en Colombia, sino universalmente, lo cual no significa, desde mi perspectiva, que estemos amenazados por una fuerza despótica en nuestro país; pero sin duda alguna hay facciones enfrentadas con nociones bastante disímil acerca de lo que se entiende por democracia: Mientras algunos hacen prevalecer el principio de “controles y contrapesos” para garantizar la vigencia del gobierno del pueblo, otros sectores alegan la necesidad de una democracia más directa que recurra a la movilización de la población ante el alegado “bloqueo institucional”, que al parecer quedó superado si se considera la tortuosa pero afirmativa aprobación de la reforma laboral y la mencionada bocanada de oxigeno a la reforma pensional ofrecida por la Corte Constitucional.

Un debate interesante y bastante pedagógico ha tenido lugar hace unos días entre estas dos visiones y dos juristas que las encarnan: Eduardo Montealegre y Mauricio Gaona, el primero defendiendo la posibilidad acudir ya a mecanismos de participación ciudadana que habiliten directamente la decisión del pueblo ante el “bloqueo institucional” mencionado, frente a la prevalencia de la guarda de las formas constitucionales y la división del poder público como garantía de un gobierno que no derive en autoritarismos que son contrarios al concepto moderno de democracia.

Lamentablemente, lo que esencialmente fue un debate intelectual argumentado, ha sido llevado por la opinión pública y los medios de comunicación, al estatus de un pugilato contaminado por el contexto sectario en que se desarrolla la vida política nacional. Que ganó Montealegre, que Gaona le dio una paliza al ministro de justicia, etc. Adjetivaciones que amenizan la monotonía de la cotidianeidad de las masas, pero que resultan poco edificantes, al tiempo que dificultan la reflexión crítica en relación con los importantes aportes hechos por estos reconocidos jurisconsultos.       

Pues bien, ya que los autores del constitucionalismo comparado y la filosofía del derecho han servido tanto a la deliberación y desahogo de las tensiones políticas planteadas en este escrito, he vuelto sobre algunos textos de Roberto Gargarella, profesor argentino, reconocido como constitucionalista progresista y del recurrentemente citado pensador alemán, Jürgen Habermas, autor de un ensayo de 1989 titulado “La soberanía popular como procedimiento”, que resultan muy a propósito en la conceptualización moderna de lo que es, o ha de ser la democracia.

La citación del primero me sirve para argumentar mi particular impresión según la cual, más allá de las reformas institucionales, tales como la laboral, la pensional o la posibilidad de habilitar una asamblea nacional constituyente que abriría paso a una constitución que remplace la de 1991 que nos rige, es menester la transformación de la cultura política a fin de que las políticas publicas que se edifican a partir de la reformas institucionales, puedan realizarse efectivamente en la realidad que vivimos día a día, de manera que sea posible el progreso real y la superación de la violencia que impide el desarrollo con justicia social.

Dice entonces Gargarella al respecto: “Una constitución no puede florecer en cualquier contexto, y mucho menos en contextos políticos, legales, sociales, económicos que le sean hostiles. De allí que el éxito de la misma requiera de acciones sobre otras esferas de la sociedad, capaces de permitir que la reforma germine y florezca de modo apropiado”. Yo he sostenido, no sin la timidez de un lego en todo, que entre esos contextos adversos al florecimiento de los cambios se encuentra una cultura política minada por el sectarismo ideológico y social que evidentemente impera en el país, salvo mejor y más autorizado criterio.

Por su parte Habermas que ha sido permanentemente citado por los juristas e incluso por el señor presidente de la República, sostiene que la soberanía popular, esto es, la formación de la voluntad democrática de un pueblo, es un “procedimiento” que en sociedades complejas suele fracasar frente a “…determinadas resistencias que se originan en el capricho sistémico del mercado (el interés del capital agrego yo) y del poder administrativo…”, lo cual es más o menos una radiografía de lo que nos sucede ahora.  

Sin embargo, ilustra el filosofo alemán, la construcción de la “ficción de una voluntad popular unitaria solo puede realizarse al precio de un ocultamiento u opresión de la heterogeneidad de las voluntades singulares…”, de modo que en ocasiones, la construcción de una “voluntad popular” única, puede devenir en desconocimiento al pluralismo tan caro a la idea democrática. Y ante tal amenaza propone que “el perfeccionamiento del derecho y el poder de la sociedad resulta del entendimiento y la concertación de todos sus miembros…”.

En ese sentido observa Habermas que “el partido pretende hacer valer su meta propia dentro del Estado…”, lo cual encuentra aceptable, pero cuestiona que “la secta pretende rebasar al Estado con sus propias metas. El partido quiere alcanzar el dominio dentro del Estado, la secta quiere someter a este bajo su forma de existencia…”; lo cual es a todas luces nefasto ya que en tales casos la formación de la voluntad política “se independiza de las fuentes democráticas de su legitimación en la medida en que le es factible extraer de la vida pública una lealtad masiva. De esta manera, esa democracia de masas que adopta rasgos de un proceso de legitimación dirigido es el reverso de un Estado Social…”.

Concluye el filósofo que viene en nuestra ayuda, muy a propósito del debate nacional nuestro, que “El sentido de los procedimientos democráticos del Estado Constitucional es sin embargo el de institucionalizar las formas de comunicación necesarias para una formación racional de la voluntad política…”. Particularmente creo que el sectarismo no es propicio a tal manera de comunicación, por lo cual insisto en que hay que transformar la cultura y salir de una irracional tradición en la que todos estamos inmersos, en mayor o menor medida.     

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