Por Danilo Contreras

La brevedad de la vida nos hace omitir la perspectiva de los hechos históricos que determinan de una u otra manera el presente; tal vez por ello damos por sentadas y a veces por inmutables, las realidades que nos rodean. Comúnmente carecemos de conciencia sobre la corriente histórica en que estamos sumergidos y, por supuesto, de un conocimiento al menos somero del pasado que nos permita intentar librarnos de algunas confusiones, a menudo inducidas por poderes de toda índole. Quizás por eso la frase del filósofo: “Quien no conoce la historia está condenado a repetirla”, incluyendo sus trágicos errores.

Un ejemplo de esto lo encontré en la introducción al libro de Eric Hobsbawm, “La era de la revolución, 1789 – 1848”, que por estos días mantengo a mano. En ese prefacio se lee: “Consideremos algunos vocablos que fueron inventados…en el periodo de 60 años que abarca este volumen. Entre ellos están: industria…clase trabajadora, capitalismo y socialismo…liberal, conservador…periodismo e ideología. Imaginar el mundo moderno sin esas palabras (es decir, sin las cosas y conceptos a las que dan nombre) es medir la profundidad de la revolución producida entre 1789 y 1848…”.

En otro texto del mismo autor, “La invención de la tradición”, se propone que muchas costumbres y hábitos que pueden parecernos antiguos “en realidad se han forjado recientemente” y en ocasiones surgen en un tiempo de crisis para dar legitimidad a jerarquías sociales, o con muchas otras finalidades.

A fin de intentar una corta reflexión relacionada con algunas nociones que aparentan ser inmodificables, tomemos el concepto “capitalismo” al que Hobsbawm se refiere como una invención moderna.

Los filósofos de la ilustración del siglo 17 y 18 bautizaron feudalismo al régimen anterior a la revolución industrial, en el que las relaciones y los medios de producción giraban alrededor del siervo atado de por vida a la producción agrícola de la cual se alimentaba a cambio de entregar una renta vitalicia al señor feudal dueño de la tierra.

Surge entonces el capitalismo para derrotar el viejo sistema, definido por Max Weber como “una avaricia racionalizada cuya meta es la obtención de una ganancia constante”, donde la utilidad, para agregar algo de Marx a tal noción, tiene origen en la explotación del trabajo asalariado del obrero. Pasiones como el egoísmo y la ambición son motores que impulsan tal método de producción económica. Esto último es un hecho más que una valoración moralista de este servidor.

Bajo esa fórmula aparentemente intangible hemos vivido los que caminamos aún sobre la tierra, y dada nuestra condición finita, a muchos nos parece que tal sistema es una condena eterna para quienes lo sufren o, contradictoriamente, una bendición sin limites para quienes lo usufructúan pese a sus injusticias.

Sin embargo, nos ha correspondido vivir una época especial en la que al parecer vuelve a suceder una especie de aceleración de la historia, de modo que los cambios son vertiginosos aunque por lo general no tenemos conciencia de ellos. Los entendidos hablan de la cuarta revolución industrial o tecnológica en este primer cuarto del siglo XXI. Piénsese que hasta hace solo unos años aún llamábamos por teléfono desde cabinas públicas con moneditas de $100. 

Lo cierto es que a la inmensa mayoría de los habitantes del planeta no les va bien con esa invención de la modernidad que al tiempo de enriquecer a una mínima parte de la población mundial, somete a condiciones de hambre a una inconmensurable mayoría, a la par que destruye en muchos casos la autonomía y la dignidad de la gente.

Pero puede haber excepciones a las fatalidades de ese régimen de iniquidades o, por decirlo mejor, algunas escasas experiencias que poco se mencionan y mucho menos se estudian.

Nicolas Sartorius que es un octogenario político y periodista, que a pesar de ser hijo de “condes”, ha militado siempre en el partido comunista español, ha publicado recientemente un libro denominado “Democracia expansiva” en el que suelta una tesis interesante que denuncia el fracaso del socialismo histórico del siglo XX en la Unión Soviética y China, con Lenin y Mao abordo (nada nuevo), para reivindicar el “salto civilizatorio” que significó el “Estado de Bienestar” aplicado en países como los del norte de Europa con el llamado “modelo nórdico”, para finalmente proponer que “un nuevo salto adelante no debe aspirar a derrotar el capitalismo, sino a superarlo”.  

Me parece que en ese propósito de superación del capitalismo juega un papel esencial la cultura y una revitalización de valores éticos que modernamente son meros anacronismos o discursos pasados de moda.

Movido por estas inquietudes he tratado de averiguar algo sobre lo sucedido en países como Suecia, Dinamarca o Noruega, entre otras naciones que hasta hace unos doscientos años o algo más, eran caracterizadas como naciones bélicas que hacían honor a las viejas mitologías de los vikingos y sus largas y degolladoras espadas. Lo cierto es que durante esos dos siglos estos países no han participado en ninguna guerra en este mundo convulso y al menos Suecia, mantuvo neutralidad en la segunda guerra mundial, lo que les sirvió estratégicamente para ayudar a los aliados y brindar ayuda a refugiados que huían de los Nazis.  

Los hechos, avalados estadísticamente, permiten afirmar que estas sociedades son las que han podido mostrar mejores niveles de prosperidad y concordia desde que los humanos se asentaron en ciudades hace más de 10 mil años; y entiendo por lo indagado, que esto no corresponde solo a cambios de instituciones económicas y políticas que atienden a la denominada social democracia, con la cual se introducen en la década de los años 30 del siglo XX políticas públicas de seguridad social e intervencionismo de Estado. También, y quizás esencialmente, la cultura ha jugado un papel decisivo en esas históricas transformaciones.      

Algunos autores sostienen que la tradición religiosa luterana de los países escandinavos ha tenido “efectos significativos en el desarrollo” de esas sociedades, aunque para otros el luteranismo “es solo un aspecto entre todos los valores culturales…que condujeron al desarrollo del Estado de Bienestar” allí.

Hay cierto sentido común y lógico en la tesis que propone superar el capitalismo antes que derrotarlo, pues si el capitalismo se fundamenta en el egoísmo, una forma de trascender su “hard ware” es con una cultura de solidaridad social ampliamente aceptada y aplicada por los ciudadanos y los gobernantes. Una especie de código ético que impera en los países referidos, en donde se tiene como un mandamiento aquello de que “tu no eres más que nosotros”, para resaltar la prevalencia del interés general sobre el particular, no como una norma legal aplicable por la fuerza del estado represor, sino como un esfuerzo ético que se asume como forma de ser y estar en el mundo.

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