Por Rubén Darío Álvarez

Con la muerte del maestro Romualdo Brito López no solo se extinguió una de las mentes más prolíficas, en cuanto a composición de música popular, sino también la acción de un activista social, como pocos se han conocido en el departamento de La Guajira, norte de Colombia.

De una u otra forma, ya fuera con su música o sus manifiestos verbales, el maestro Brito siempre estuvo abogando por una mejor atención para los indígenas de La Guajira, incluso desde muchos años antes de que los telenoticieros nacionales se interesaran por explotar el fenómeno de la hambruna entre los niños wayuús, tópico que no deja de tocarse con cierto morbo amarillista.

Nacido en Treinta Tomarrazón, corregimiento de la ciudad de Ríohacha, capital de La Guajira, Romualdo Brito se movió por casi todos los aires del estilo vallenato, al cual vistió con letras que hablaban de romances, parrandas o anécdotas jocosas sobre el vivir del hombre caribe en su región natal.

La canción social también lo tocó, tal como tentó a otros de sus colegas como Hernando Marín, Armando Zabaleta, Máximo Movil y Santander Durán Escalona. Aquellos eran tiempos en que la nueva trova latinoamericana se pronunciaba contra las dictaduras y las intervenciones imperialistas, lo que no fue indiferente para las nuevas generaciones de compositores vallenatos, quienes, a diferencia de los juglares, habían logrado un acercamiento significativo con colegios de bachillerato y universidades, dentro de las cuales se contagiaron de esa nueva forma de cantarle a la realidad, pero sin abandonar sus raíces más primigenias.

Fue así como de la pluma de Romualdo Brito surgieron canciones como “Yo soy el indio”, grabada por Diomedes Díaz y Colacho Mendoza (1979), donde cuestionaba el Estado colombiano, que mostraba muchos bríos para combatir y criticar el contrabando de marihuana en La Guajira, pero no para dotar de mejores condiciones de vida a quienes no tenían más opciones que apegarse al delito, para alcanzar una vida digna, materialmente hablando.

Ya antes se había conocido, aunque muy tímidamente, su canción “El cantor de los indios”, que el cantante Adaníes Díaz, su tío, llevó a los estudios de grabación con el acordeón del excelso cesarence Ismael Rudas.

De la inteligencia de Romualdo Brito también surgieron lamentaciones a la violencia que se desató en La Guajira de los años 70, mediante los enfrentamientos de los barones de la marihuana. “Se acaba mi pueblo”, grabado por Daniel Celedón e Ismael Rudas, fue una de esas composiciones, similares a “El marimbero”, donde retoma la misma crítica de “Yo soy el indio”.

Pero también hubo canciones románticas y jocosas, como “Amor apasionado”, “Pimpinela”, “Mis viejos queridos”, “Tatuaje del alma”, “La lotería”, “El luchador”, entre otras, que fueron grabadas casi por todos los conjuntos vallenatos que dominaban el panorama músico-popular de los años 70, 80 y 90 del siglo pasado en Colombia.

En el canto y la escritura de Romualdo Brito se reencontraban los cantos de Leandro Díaz (su pariente paterno), Tobías Enrique Pumarejo y Carlos Huertas, escuelas a las que les aportó la picardía y jocosidad que más tarde reflejó en composiciones como “Parranda, ron y mujer”, “La yuca y la tajá”, “El que llevó, llevó”, “Mi tiendecita”, “Toque bonito”, “Mujereando”, “Eso no es na”, “Por algo será”, “El pájaro de mi abuelo” y “El negrito sabrosón”, entre otras.
Paz en su tumba.

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