Por Danilo Contreras

Decían los viejos filósofos que la estética es la experiencia sensible de la belleza o la fealdad. Lo bello, como la poesía, es algo que simplemente se siente, un deleite, predicaba Borges. Sin embargo, esa espontaneidad no lo es tanto, pues corresponde a una cosmogonía íntima, una manera personalísima de concebir el mundo, una expresión de la cultura que constituye nuestra tradición y nuestros más entrañables prejuicios. Lo que es hermoso para un Caribe, quizás no lo sea para un nórdico o un eslavo. O tal vez si, no lo preciso a la hora de escribir esta nota.

Los colores, que prescinden de las palabras, como predicaba Obregón; la perspicaz juntura de un mero sustantivo con una adecuada adjetivación; una metáfora como aquella que un recurrente argentino visualizó en el Aleph: “un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”; una sonrisa; el movimiento de gacela de una esbelta mujer; la música, ese arte en que la forma es el fondo, en fin, tantas cosas bellas que la retorica es incapaz de describir, y que solo se perciben en la experiencia estética.

Así, la salsa que es un mundillo inventado en Las Antillas y que se hizo cosmopolita en Nueva York, es también una estética que corresponde a la cosmovisión, a las epistemologías y las maneras de conocer y de relacionarse con el universo de las gentes del Caribe grande. Una  fusión de ritmos, una formula vertiginosa de la danza, una ebullición perenne, un estilo de vestir, de caminar, un aguaje, un tumbao.

Si se nos permitiera un arquetipo platónico, una idea madre ejemplar que tienda a la eternidad inmutable, arriesgaríamos que Pacheco fue la encarnación de toda la estética de la salsa. No podía ser de otra manera pues en gran medida la concibió y fue su partero.  

Pacheco regentando una gran orquesta de astros; grácil, desenvuelto, brioso, a veces hasta el paroxismo, ordenado en una vorágine de sonidos la entrada de cada instrumento, de cada interpretación. Pacheco, el zorro plateado, enfundado en una colorida percha, en el Cheetah, en el Palladium, en el Madison, en el Zaire de la madre África. Pacheco tenía, es más, era el garbo, el tumbao de una música nuestra hasta el tuétano.

Pacheco ha vuelto ya al mundo de las ideas para ocupar su lugar de paradigma eterno. Ha partido pese a que muchos deseábamos que permaneciera aquí en esta instancia fugaz, por el simple consuelo de saber que estaba por allí, material, alcanzable, audible en una breve entrevista o en un comentario jocoso. Se fue y lo enterraron contra su voluntad, pues aquel personaje era pura vida, puro nervio, era un swing encarnado.

En las esquinas de los barrios del Caribe, en sus maquinas estruendosas de sonido, en los bares, las cantinas, en los estadios de los grandes conciertos de este mundo salitroso y marinero nuestro, le extrañaremos. Pero su legado no es de tristezas, sino de alegrías, que es la forma de la felicidad del pueblo.

Si hablamos de salsa y de lo hermoso que cuenta ese genero, de una estética, Pacheco es el arquetipo que vive ya en lo infinito del tiempo y de las ideas.

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