Por Danilo Contreras
En una desordenada y ansiosa búsqueda de respuestas a las inquietudes que me causan el agitado presente y el incierto porvenir, encontré en la plataforma youtube, hace unos años, los elocuentes discursos de la campaña presidencial de 1983 de Raúl Alfonsín llamado por algunos “padre de la recuperada democracia Argentina”.
Un fragmento de aquella poderosa y ponderada oración rendida ante una multitudinaria Plaza de Mayo llamó especialmente mi atención: “…No nos dejemos deslumbrar por los resplandores del pasado. Les aseguro que si nosotros cumplimos con nuestro deber, nuestros nietos nos van a honrar como nosotros honramos a los hombres que hicieron la organización nacional…”, exclamaba Alfonsín. Consideré que lo que proponía a aquella nación lacerada por la dictadura legitimada por demasiados, era construir nuevos paradigmas que remplazaran los que habían orientado a la Argentina del pasado.
Muchos autores, sociólogos, politólogos, psicólogos, reconocen el papel relevante de la simbología, los arquetipos y los paradigmas en los procesos culturales de configuración del comportamiento de los individuos y de las estructuras sociales.
Carl Jung sostenía que “…los arquetipos son patrones universales de comportamiento, imágenes y símbolos que residen en el inconsciente colectivo de la humanidad. Estos arquetipos influyen en la forma en que percibimos el mundo y en nuestras acciones…”; así, desde tiempos remotos, personajes de la ficción han determinado los “modelos” de valentía, astucia o ponderación, que orientan la cultura occidental. La Ilíada con Aquiles, Ulises o Néstor, por ejemplo, son representaciones encarnadas en la épica literaria que concretan los valores referidos.
Pero hay ejemplos de arquetipos más próximos que las ficciones imaginadas por Homero en el siglo VIII antes de Cristo. Veamos:
Entre los patrones ideológicos heredados de la ya lejana Revolución Francesa, están las etiquetas de izquierda y derecha que dividieron profundamente a aquella convulsionada nación y aún divide a las sociedades modernas. Eric Hobsbawm, profesor emérito de historia del Birkbeck College de la Universidad de Londres, en su obra “La era de las revoluciones 1.789 – 1.848”, narra de manera apasionante los orígenes de tal fragmentación: “…los girondinos (derecha) temían las consecuencias políticas de la combinación de revolución de masas y guerra…ni estaban preparados para competir con la izquierda. No querían procesar o ejecutar al rey, pero tenían que luchar con sus rivales los jacobinos por este símbolo de celo revolucionario…”.
En una crítica histórica a tales encasillamientos políticos, Jean Paul Sartre, uno de los intelectuales más destacados de la izquierda del siglo XX, llega a decir, quizás decepcionado, que “…derecha e izquierda son dos cajas vacías. Ya no tendrían ningún valor ni heurístico ni clasificatorio, y mucho menos estimativo…”. Sin embargo, Norberto Bobbio, filósofo, jurista y político, también de izquierda pero italiano, en su obra “Derecha e Izquierda”, defiende la vigencia de tales campos ideológicos; ahora bien, cuando se le indaga por la exactitud de su militancia se auto define como de “centro – izquierda”, esto es, con una tácita indefinición que pone en duda su teoría sobre la validez de los mencionados campos de las ideas.
Por otro lado, el lenguaje que es expresión del pensamiento en la realidad de la cultura, también acusa la “mitificación” de algunos términos.
Tal es lo que sucede con la palabra “revolución”.
Es tan atractivo y sugerente el vocablo, que lo utilizan, sin distinción, líderes de “derechas e izquierdas”. Así, hace unas semanas el presidente Trump calificó su autoritario régimen arancelario global como una “revolución económica”. En su narcisismo se proyecta como un “revolucionario”.
Mientras tanto, algunas guerrillas nacionales como el ELN, siguen concibiéndose “revolucionarias”, pese a la inexorable decadencia de sus ideales y acciones en el terreno. Lo peor de esto es que aún aducen la imagen romántica del padre Camilo Torres como arquetipo a seguir.
En medio de esa desorientación, tal vez de manera ingenua, pero de seguro errónea, el presidente Petro, quien también se proclama “revolucionario”, confió en hacer la paz en tres meses con ese grupo armado, según lo declaró en campaña, seguramente pensando que compartía con dicha facción ideales de justicia social.
No hay duda que en esa disputa por la apropiación de las mitologías elaboradas alrededor de los giros lingüísticos de la palabra “revolucionario”, algunos contendientes se quedaron amarrados a los relatos y prácticas del brutal siglo XX cuando el “arquetipo del revolucionario” correspondía al joven rebelde que luchaba contra las injusticias por la vía de la insurrección contra el poder de los Estados.
Es de tal magnitud la confusión relativa a la apropiación de estos símbolos y palabras, que la praxis política nacional nos muestra como el M-19 se origina a partir de la burla a los resultados de las elecciones del año 1970, en donde un exdictador fue el candidato burlado por el representante del poder establecido por el acuerdo del Frente Nacional y, aún hoy, protagonistas de aquel movimiento insurreccional se dividen entre quienes siguen una línea ultra conservadora y los progresistas que gobiernan: Ever Bustamante por un lado, Otty Patiño por otros caminos.
El acervo que nos ofrece la historia y la riqueza de los mitos que se cuelan entre las realidad que la constituyen, no puede ser rechazado o sub valorado, no es esa la intención de estas notas; empero, atendiendo una cita de Zigmunt Bauman, cometo la osadía de señalar que “…tenemos derecho a someter el sistema de cultura dominante a un análisis crítico y hacer una contrapropuesta desde otro sistema”, considerando que los factores que destruyen la convivencia nacional parecen intactos y a veces exacerbados por los viejos paradigmas.
Los retos del siglo XXI son distintos a los del aciago siglo XX. Por eso debemos atrevernos a construir nuevos modelos e imaginar nuevos sueños, como lo aconsejaba Alfonsín en su oración cívica del 83.

