Por Luis Adolfo Payares
Quizás esté un poco desactualizado, o para algunos con esa tozudez efímera que da la modernidad, simplemente sea un amargado. Pero mi padre me enseñó que lo que uno piensa se dice de frente, sin rebusques ni adornos. Y aquí estoy, diciendo lo que pienso.
Las ceremonias fúnebres han cambiado. Después de la pandemia, cada vez menos gente acude a estos actos solemnes. Y, para ser sincero, así debería ser: el dolor es un asunto de familia, de quienes cargan en el pecho la ausencia y necesitan recogerse en silencio, no de multitudes que van a cumplir un formalismo o a figurar.
Existe además una vana presunción que me resulta absurda: creer que mientras más concurrido sea un sepelio, más famoso, querido o importante fue el difunto. No. La familia es lo primero, y su dolor no necesita aforo para ser legítimo. La verdadera grandeza no se mide en sillas llenas, sino en las vidas que se marcaron en silencio.
Pero hay algo peor que la ausencia: la presencia equivocada. En las últimas exequias a las que he asistido, he visto una moda que me parece, por decir lo menos, grotesca: mientras los deudos acompañan al difunto, otros se dedican a tomarse fotos, como si aquello fuera una fiesta o un desfile social. El celular se ha convertido en el nuevo rosario, pero en vez de rezar, la gente posa, sonríe y publica.
El respeto y la sensatez han sido desplazados por la urgencia de la “historia” de Instagram. Hemos cambiado el silencio de la oración por el clic de una cámara. Y aunque me llamen retrógrado, me quedo con lo que me enseñaron mis padres: en un sepelio, se acompaña al que sufre, no se busca protagonismo. Porque hasta en la muerte, parece que la vanidad nos estuviera ganando la batalla.

