Por Danilo Contreras

Padezco, a veces, la superstición de pasar por el tamiz de las letras de Borges cualquier intento de interpretación de circunstancias problemáticas y, en especial, de los textos que llegan a mí por los más disímiles intereses, lo que se acentúa cuando me propongo cometer algunas líneas como ahora. Intentaré explicar.

En ejercicio pleno de la referida superstición se produjo mi acercamiento, fortuito, a la reciente obra de Olga Lucía González, «El presidente que no fue”, de modo que con las primeras referencias del libro empecé a seguir su rastro y me vino a la mente una especie de dogma que Erik Lönnrot, detective de una corta saga escrita por Borges, predicaba acerca de la metodología de sus pesquisas: «…Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis…».

Especulo que la investigación de González sobre el periplo político de Gabriel Turbay Abinader durante la primera mitad de siglo pasado, tiende a la estructura del género policíaco que Borges cultivó intermitentemente: Una hipótesis interesante y problemática que no prescinde de ciertos misterios, un nudo narrativo y un desenlace que suele ser más o menos satisfactorio, según se verá.

Ya el epígrafe del libro, una cita de Octavio Paz, resultaba prometedor e invitaba a la lectura: “Una sociedad se define no solo por su actitud ante el futuro sino frente al pasado…”.

Entonces empecé por constatar el planteamiento de una tesis inquietante que trata de explicar la calamitosa caída del liberalismo en los comicios del olvidado y aciago año 1946, seguido de un dilatado silogismo enhebrado a partir de una meticulosa arqueología documental acometida por la autora que parece aspirar a la condición de inobjetable, para desembocar en lo que la historiadora nombra como posibles “lecciones” del pasado para el presente, a manera de desenlace o, tal vez, “moraleja”.

El libro no prescinde de giros metafóricos que rozan la literatura, como cuando expresa: “Gabriel Turbay ha atravesado la historia de Colombia cómo un fantasma”, para sostener que cierta ficciones concebidas por aquellos a quienes señala como autores materiales e intelectuales de la debacle del partido liberal en la campaña del 46, tenían entre sus fines y estrategias, sabotear la acción política del protagonista de la narración, para luego ocultar toda evidencia del boicot maquinado en los entresijos opacos del poder, los grandes medios de comunicación y una amañada cultura política e historiográfica. La prevalencia de cómodas mitologías sobre las verdades del pasado implica el fracaso de los historiadores y el triunfo de los políticos. 

Racismo, odio, sectarismo y violencia, fueron las armas con que asesinaron el proyecto liberal que se había instalado en el poder en 1930 con la elección de Enrique Olaya Herrera, mediando el apoyo eficiente de Turbay.

No ocultó la perplejidad que me produjo conocer el rol que jugó en los hechos descritos, un intelectual, literato aparentemente inofensivo desde la distancia de los tiempos, a quien conocía por un par de obras impuestas en el pensum de la clase de lenguaje de mi lejano bachillerato, “Siervo sin tierra” y “El Cristo de espaldas”, don Eduardo Caballero Calderón, a quien también se debe ese opúsculo que nada omite de los preceptos de Maquiavelo, cuyo título ya es perturbador, “El nuevo príncipe: Ensayo sobre las malas pasiones”. Publicado originalmente en 1945, es una especie de manual de sectarismo que guarda “joyas” como está que cita la historiadora: “Nosotros, en cuanto pueblo, necesitamos odiar y que quienes nos conduzcan sepan enderezar por grandes vías ese odio necesario, debería decírsele al buen gobernante”. No es difícil encontrar allí la simiente intelectual de algunos males que aún hoy nos agobian. Conseguir un ejemplar de ese mínimo tratado, fue una pequeña odisea que me hizo deambular por negocios de ediciones viejas y nostálgicas en una ajena capital.

Pero, volviendo a nuestro asunto, lo más sorprendente de la dilatada y meticulosa investigación que se condensa en la versión histórica de González, es la implacable desarticulación que comete sobre la mitología construida alrededor de la figura de Jorge Eliecer Gaitán, a quien señala como uno de los determinadores de una estrategia fraguada con personajes, aparentemente alejados de las causas declaradas por el tribuno, como Laureano Gómez, quien anunció su apoyo electoral al caudillo con tal que no ascendiera al poder Gabriel Turbay. Ciertas revelaciones suelen ser traumáticas o dolorosas por el peso de la verdad documentada que las hace incuestionables y por el tiempo de vigencia de las falacias develadas.

Pero hay más sorpresas, como suele suceder con un “buen crimen” de novela policiaca. Un titular de prensa de El Tiempo de aquel año 46 revela: “López (Pumarejo, ese otro prócer nacional) pide que se deje al conservatismo candidato liberal”, muy a pesar que a la sazón, la convención de ese partido había escogido a Turbay como su carta oficial para jugar por el poder. Vaya perfidia qué se parece mucho a episodios recientes que van por cuenta de esa misma colectividad política.

El de López Pumarejo es entonces otro mito que amenaza caer bajo el lance de la espada implacable de nuestra historiadora.

La contrastación crítica de epístolas, libros, documentos, discursos, recortes de prensa de la época, así como testimonios fidedignos, se constituyen en la argamasa que consolida la estructura de la teoría de este caso de nuestra lacerada historia nacional.

Los hechos que van siendo acreditados a medida que avanza la lectura, me alientan, en tanto que, sin las verás de la autora, he propuesto a un par de lectores ociosos, que en el sectarismo, que puede tener múltiples variantes y manifestaciones, radica la causalidad subjetiva que enlaza los procesos de violencia que ha vivido el país por décadas; ánimo sectario que se ve recrudecido de manera preocupante en la última época. A manera de ejemplo, pocos podrán olvidar (bueno, es un decir) aquélla memorable sesión del Consejo de Ministros televisada hogaño, la cual ha tenido, entre otros méritos, ser el primero de su especie, además de la fugacidad de su propósito de permanencia; en dicho acto, fue el mismísimo señor Presidente el que señaló de sectarismo a toda la izquierda nacional, lo cual no será materia de discusión en estas notas.

Hans Georg Gadamer sostuvo en su obra clásica “Verdad y método” que los prejuicios no son necesariamente errores, pues estos pueden ser confirmados racionalmente o rebatidos por las evidencias, ante lo cual el intérprete debe estar dispuesto a cambiar de opinión; de manera que me alienta pensar que una investigadora versada pueda tener un pensamiento parecido al de mis prosaicas conjeturas de ciudadano silvestre, sobre el hondo y dañino efecto del odio, el rencor y la ira en la política nacional; “las malas pasiones” que benévolamente aconsejaba Eduardo Caballero Calderón.

Todo río encuentra dialécticamente su desembocadura y todo relato su definición. Una aceptable saga policiaca suele concluir con un necesario castigo del autor del crimen y en nuestro caso la autora de texto intenta a cambio de lo anterior, deducir algunas lecciones (a manera de epílogo) del pasado que devela despiadadamente. Para ese propósito llega a cometer, inclusive, una especie de programas político para la izquierda que reivindique el truncado papel que pudo haber cumplido Gabriel Turbay Abinader si hubiese logrado la presidencia que le negaron sus torticeros adversarios.

No cabe duda que la obra está escrita apasionadamente, en una especie de militancia provocada por la simpatía que genera quien es víctima de múltiples infamias teniendo virtudes que habrían servido a lo que por las calendas del siglo XX se denominaba recurrentemente “patria”, no sin cierto chovinismo, circunstancias que no resta rigor a la manera cómo Olga Lucia González  nos despierta de un apacible sueño de heroísmos mal entendidos.

Debo confesar que encuentro en ese apasionamiento algún vestigio de la epidemia nacional que nos hace creer que tal o cual etiqueta ideológica es única depositaria de la panacea que salvará al país. Esta impresión que deduzco de la fervorosa militancia que se percibe en la pluma de la autora, me hizo recordar la postrera conferencia (Educar para la democracia) de Carlos Gaviria Díaz, que suelo citar por la sabiduría de ideas que allí expuso, ya asediado por la muerte. Decía el inolvidable maestro que la polarización política era deseable en una sociedad democrática y en consecuencia pluralista y que él mismo era un demócrata radical siendo un hombre de izquierda; por ello apreciaba que el debate público diera voz a conservadores del talante de Edmund Burke, con lo cual entiendo que proponía contrastar el universo (completo) de las ideas que pueden servir a la deliberación racional, lo que excluye lógicamente cualquier sectarismo.

Podría ensayar un par de lecciones menos complejas y por supuesto, nada originales, en contraste con las que deduce la historiadora y socióloga Olga Lucía González de toda esta saga; la primera que tal vez se le debe a Marx, quien sentenció: “La historia se repite dos veces: primero como tragedia, y después como farsa” (El 18 brumario de Luis Bonaparte), y la segunda no menos deleznable que se circunscribe, de nuevo, a una especie borgiana que reza: “El frenesí de llegar a una conclusión es la más funesta de las manías”.

Por todo esto y seguramente por razones que escapan a mis limitadas nociones de la historiografía nacional, sugiero la lectura de esta apasionante versión de éstos hechos y circunstancias, que sin duda determinan el tortuoso presente y el incierto futuro de Colombia en el que nuevamente se atizan las pavesas de un odio sectario que debemos aprender a superar transformando la cultura que es nuestra manera de ser y estar en el mundo.

El mismo Gabriel Turbay en una conmovedora misiva escrita antes de partir a su mortal exilio voluntario luego de la derrota liberal en la campaña presidencial de 1946, citado por Olga Lucia González expresó: “Sin lealtad y sin buena fe no puede construirse ninguna política duradera…”, quizás a esto me refiero al sugerir la transformación de la cultural y proponer la quimera de hacer de la política una ética.

Desde ya presento excusas, entre otras razones, por la potencialidad que pueda tener este libelo para convertirse en lo que los jóvenes denominan “spoiler”, posibilidad remota si se considera el breve número de los compatriotas que lo leerán.  

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