Cuando terminé la lectura de la última nota del sociólogo Raúl Paniagua publicada en El Universal, titulada  “Herencia y memoria”, tuve la certeza de la angustia profunda que embargaba al autor al momento de escribirla.

Sentí aquel escrito como un grito de perplejidades lanzadas al viento en busca de espíritus capaces de responder, o cuando menos, intentar responder.

Algunas de esas preguntas fueron: ¿Se pueden establecer algunas relaciones entre las diferentes expresiones de violencia que vemos desde hace casi 60 años, asociadas con el conflicto armado interno, con lo que con alguna frecuencia estamos viendo en términos de asesinatos, feminicidios, violaciones a los derechos humanos?”, o esta otra incertidumbre: “Si esta es nuestra memoria, ¿cuál va a ser la herencia para los niños de hoy y para las próximas generaciones?”. Esa misma intranquilidad, amenazada por una especie de desesperanza ante la cual me niego a claudicar, es la misma que me ocupa por cuenta de la atrocidad de las circunstancias de la localidad, el país y el mundo.

Me parece que puede servir de algo responder a esa opinión preocupada y aparentemente solitaria que trae el viento, con mi prescindible voz: Profesor Paniagua, también son mías las aflicciones que le aquejan, y quizás de muchísimos conciudadanos. Pienso que tal vez así, escuchándonos, reflexionando juntos, podríamos encontrar otros caminos, distintos a los ya emprendidos. Pensar, ya es una acción, pero pensar juntos, sin prevenciones es otra cosa.

Hannah Arendt decía respecto del pensamiento como acción que “…La “polis” no es la ciudad Estado sino la organización de la gente que surge de actuar y hablar juntos…”.

Para intentar comprender mejor lo que nos sucede como sociedad he buscado con avidez entre autores y experiencias históricas y he podido elaborar algunas hipótesis, seguramente erradas, sobre los orígenes de nuestra condición violenta y, esbozar algunas posibilidades que podrían ayudarnos a salir de este gran pantanal.

Por estos días se ha renovado el boom del best seller, “Porque fracasan las naciones” de James Robinson, por cuenta del nobel de economía 2024, otorgado a él y a Daron Acemoglu y Simon Johnson. Una de las teorías centrales de los referidos autores está en determinar los vínculos causales entre el diseño institucional de los Estados y la prosperidad de las comunidades que gobiernan. Es allí en donde radican el origen de los males que aquejan a los países más desventurados del mundo, y Colombia desde luego, es paradigma de tal elucubración. Mal diseño institucional equivale a pobreza, violencia y caos, podríamos aventurarnos a resumir.

Los políticos de todas las vertientes y pelambres no son ajenos a estas tesis y por eso se despeñan en una carrera implacable por proponer el mejor modelo de Estado para lograr esa especie de santo grial que es el bienestar colectivo; creo francamente que es válida e indispensable esa deliberación; sin embargo, casi intuitivamente, reflexionando acerca de experiencias históricas de otras comunidades en el mundo, he ido construyendo la creencia de que hay algo más allá de la proposición de proyectos de ley y políticas públicas (justas algunas, otras no tanto), que resulta necesario para lograr la concordia.

Ese elemento, creo, es la cultura, que casi siempre es la cenicienta en el discurso público.

Propongo solo un par de ideas para argumentar mi “intuición”.

Zigmunt Bauman que es un pensador rescatado de una especie de ostracismo medio siglo después de algunos de los documentos más importantes de su obra, ha sostenido en cuanto a la cultura que “…su función consiste en crear significados comunes, así como los valores, las posiciones y las motivaciones asociadas a ellos, gracias a lo cual la cultura puede participar de manera determinante en el proceso de creación de sentimientos de unidad entre las personas que pertenecen a un grupo…” (1966). Y agregaba el autor de las sugestivas tesis de la “Modernidad líquida”, que además del papel “modelador” de la cultura en las sociedades, esta favorecía el proceso de toma de decisiones de los individuos.    

En nuestro caso, nuestra tradición, que es cultura, como lo nombra de alguna manera Paniagua en su nota, es una “herencia” de violencias múltiples e ininterrumpidas que permean cualquier intento de transformación de las instituciones públicas, de modo que las reformas no son el producto de la “acción comunicativa habermasiana”, de la cual se ha hablado últimamente, en la que el diálogo racional y respetuoso es clave, sino de una especie de frenesí sectario que impone la necesidad de que sean las ideas propias las que prevalezcan, sin matiz alguno. Ese “sectarismo” que contagia a todas las vertientes ideológicas, incluso el denominado centro, se encuentra en la esencia de todas las violencias que hemos padecido, y este no es un juicio inductivo, sino una deducción lógica desde la evidencia empírica.

El “sectarismo” también ha impregnado lo que algunos denominan “cultura mafiosa” o “traqueta”, que se irriga en la sociedad con expresas y a veces sutiles formulas, afectando de una manera u otra a todos sus miembros.  

La otra “intuición” que me motiva a creer que en la cultura deben concentrarse buena parte de los esfuerzos colectivos de transformación, es la manera como algunas sociedades, luego del infierno en la tierra que fueron las guerras mundiales del siglo XX, han podido alcanzar buenos niveles de igualdad y bienestar.

Piketty, en su “Capital e ideología” se refiere al asunto señalando que países como Suecia, por ejemplo, han implementado el “Welsfare” o “Estado de Bienestar”, con políticas de Justicia Fiscal y Seguridad Social. Sin embargo, lo que decimos de sociedades como la sueca, reconocidas por su moderna condición de nación pacífica, no es predicable de otros Estados europeos o de Estados Unidos, en donde, de igual manera, los políticos han logrado la implementación de instituciones que propician la intervención del Estado para garantizar prosperidad colectiva. Vale decir, que mientras países como Francia o Estados Unidos, paradigmas de Estados democráticos y garantistas, mantienen altos niveles de conflictividad interna y en su política exterior colonialista, en los países nórdicos, por lo menos aparentemente, las expresiones del conflicto social que es común a toda colectividad humana, no trascienden a la violencia exacerbada que vemos en algunas naciones desarrolladas.

Preguntándome sobre esa diferencia, me encuentro de nuevo con la cultura “…como determinante en el proceso de creación de sentimientos de unidad entre las personas que pertenecen a un grupo…”, según la idea de Bauman.

En efecto, se me ha revelado en ese acercamiento a lo que ha sucedido en países como Suecia, que allí, se ha cultivado una especie de ética colectiva poderosa, que fomenta la solidaridad, la igualdad y la moderación como fundamentos de la paz. Algunos de ellos la denominan “Ley de Jante” y “Lagom”.   

La “Ley de Jante” es algo así como una formulación ética que ha permeado masivamente, no solo a Suecia, sino a la mayoría de las comunidades escandinavas, según la cual el individuo no debe considerarse por encima de la colectividad; preceptos como “No debes imaginarte que eres mejor que nosotros…” o “No debes pensar que eres más importante que nosotros…”  hacen parte de ese catálogo moral; en tanto que “Lagom” es una expresión lingüística en aquellos países que podríamos asimilar al término “moderación” para tener una vida buena.    

Así, sus instituciones referidas a Justicia Fiscal y Seguridad Social de todos, se encuentran arropadas por una actitud cultural y ética que impide que suceda lo que pasa en países como el nuestro, donde siguiendo la “herencia” española que enseña “…hecha la ley, hecha la trampa…”, o aquel otro aforismo cuyo origen algunos ubican en el derecho castellano “…se obedece pero no se cumple…”; coronan como sus líderes a quienes de manera más astuta rinden culto a tales preceptos “culturales” de la “herencia” española; vale decir, la astucia como máxima expresión de la inteligencia.

Cierro estas especulaciones con otra cita de Bauman: “…tenemos derecho someter al sistema de cultura dominante a un análisis crítico y a hacer una contrapropuesta desde otro sistema…”; tal vez así podamos emprender nuevos y anchos caminos en los que todos tengamos nuestro lugar…en paz.

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