Por Luis Adolfo Payares Altamiranda

Resulta y pasa que hemos llegado a la época en que el improperio es tendencia, el insulto tiene fans y el irrespeto se ha vuelto rutina. En esta era digital donde todo se graba, todo se comparte y todo se viraliza, estamos asistiendo, sin darnos cuenta —o dándonos cuenta y aplaudiendo— a una epidemia social: la normalización de la vulgaridad y la ramplonería.

No hablo aquí del lenguaje popular, ese que viene del alma del pueblo y que, en su colorido, encierra sabiduría ancestral. No. Me refiero al lenguaje de alcantarilla, que hoy campea por las redes, que se presenta sin pudor, que se celebra en los comentarios, y que se replica como si fuera virtud. Son groserías disfrazadas de gracia. Palabras que hace unas décadas uno apenas murmuraba en la calle o escuchaba entre personas deslenguadas o muleros en la mitad del camino, hoy son el centro de los contenidos virales, los titulares de las publicaciones, y el corazón de lo “chistoso”.

¿Y cómo llegamos hasta aquí? Para entenderlo hay que echar una mirada atrás.

En la Roma clásica, el uso de palabras indecorosas estaba reservado a las sátiras o a los espectáculos burdos del Coliseo. El poeta Juvenal se burlaba del desparpajo del pueblo, pero lo hacía con ironía, no con vulgaridad gratuita. En la Edad Media, la palabra maldiciente era pecado y motivo de castigo; el lenguaje decía quién eras. Incluso los bufones, que podían decir lo que nadie más, lo hacían con ingenio, no con gargajos verbales.

Y ni hablar del Siglo de Oro español. ¿Se imaginan a Lope de Vega soltando un “HP” en plena escena? ¿A Quevedo diciendo “malparido” para ganar seguidores? ¿A Cervantes llamando “caremondá” a algún personaje de la Mancha? Por favor. La pluma era afilada, pero elegante. Hasta el insulto tenía dignidad.

Gabriel García Márquez, que conocía como nadie la música del idioma, sabía usar la palabra cruda solo cuando era necesaria para retratar el alma de un personaje. Nunca fue vulgar por moda ni por likes.

En contraste, mi padre, Luis Alberto Payares Villa —que siempre fue un cultor del buen lenguaje— desde sus épocas en Lorica se dedicaba con disciplina a leer diccionarios de sinónimos, y pasaba tardes enteras devorando a los escritores universales, convencido de que educar el vocabulario era una forma de dignificar el pensamiento. Él creía, y me enseñó, que cada palabra tenía un peso, un color, una intención, y que el buen decir era también una forma de respeto por el otro y por uno mismo.

Pero hoy, en esta selva digital, aparecen los influencers de la grosería, los tiktokers de la injuria, los youtubers del insulto. Especímenes grotescos, como diría un viejo profesor mío, que se hacen virales por decir “gonorrea” con ritmo, o por insultar con creatividad de esquina. ¿Y la gente qué hace? Les da likes, los aplaude, los imita. Porque les parece chistoso. Porque ya no escandaliza. Porque la cultura de la vulgaridad se ha convertido en costumbre.

Estamos criando generaciones que confunden la espontaneidad con la ordinariez, que piensan que hablar claro es hablar sucio, y que creen que gritar groserías es sinónimo de autenticidad. Y cuidado: no es censura lo que propongo, es reflexión. Porque el lenguaje no solo comunica, también construye. Y si lo que decimos está lleno de estiércol, ¿qué tipo de sociedad estamos edificando?

Yo, por lo pronto, me quedo con la palabra bien dicha, esa que golpea sin herir, que denuncia sin ofender, que hace pensar sin rebajarse. Porque hasta para mentar la madre, como decía mi abuelo, hay que tener estilo.

Y ustedes, ¿en qué idioma quieren educar a sus hijos? ¿En el de la cultura o en el de la vulgaridad?

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