Por Rodolfo Díaz Wright

Sin pena ni gloria comienza a desaparecer nuestro pintoresco alcalde, del escenario público de la ciudad. Del otrora controversial, locuaz y camorrero personaje, ya casi nada queda y, si acaso, se menciona algo de sus actividades, es por los comentarios que surgen después de cada uno de los extraños y continuos movimientos, que se dan al interior del gabinete.

Unos dicen que, después que se informara que había sido diagnosticado de Covid, el hombre prácticamente despareció y, de casualidad, se le vio una vez cuando, por pura costumbre y compromiso, salió a despotricar contra sus antiguos nuevos mejores amigos, los concejales, a raíz de la moción de censura impuesta a su ex secretario de participación, debido a su falta de ejecución en temas cruciales y sensibles, para un importante grupo ciudadano.

Otros aseguran que ya el tractor desvencijado y desinflado, comenzó a notar el hastío del poder, el frío de la soledad y el temor al futuro incierto. Ya el optimismo desinformado de los primeros días, en los que los disparates eran ocurrencias graciosas, festejadas por una corte de aduladores expectantes e ilusionados, ante el inminente reparto de migajas, desapareció. Los antiguos compañeros de su travesura otoñal, son ahora sus nuevos enemigos y, la realidad abrumadora y espesa de la “monda” de problemas de la ciudad sin resolver y de la gente mamada de haber sido nuevamente engañada, han comenzado a pasar cuenta de cobro. Señalado como metemonos y embaucador, parece que al pichón de mesías se le mojaron las alas.

Los cartageneros como siempre conformistas, acomodadizos y cultores de un “leseferismo” a ultranza, han caído en la desidia, la incuria y el aburrimiento. Una especie de patria boba del meimportaunculismo, en donde se perdió toda capacidad de asombro y donde puede pasar lo que quiera, siempre y cuando a “mi no me afecte”. Ya a nadie le importan medidas para prevenir y controlar el Covid. Ya nadie se acuerda de los desastres de los Peajes y Transcaribe, que en su momento causaron indignación y pronunciamientos altisonantes. Ya a nadie le interesa si vacunan o no, si el gobierno hace o no hace, cumple o no cumple, se va o se queda. El desencanto es total y mi amiga C.A. con mucho ingenio acuñó un nuevo término para esta situación: el valeverguismo.

El invierno, enemigo eterno de los cartageneros, apenas se inicia y ya se une al grupo de los problemas sin solución.  Año tras año viene como quien no quiere la cosa y nos inunda, nos bloquea, nos llena de charcos, barro y mosquitos, nos quita la luz y la tranquilidad y luego se marcha orondo con los vientos de diciembre cargados de polvo, arena y esperanzas. Mientras tanto, la muerte, que cada vez se vuelve más confianzuda, se lleva el 50% de todo aquel que entre a una unidad de cuidados intensivos, convirtiendo a los amigos en cifras, en un que crezca la pila desenfrenado, que si acaso nos perturba cuando se acerca peligrosamente y se lleva al familiar que hace algún tiempo no veíamos, o al amigo con quien estudiamos o quizá al compañero de trabajo que “apenas hace dos días se veía tan bien”. Pilas con la ganchuda: dicen los perrateadores de siempre.

La resiliencia pasiva, que es aquella que practicamos los cartageneros, es la que nos hace expertos en aguantarnos cualquier brinco, en soportar toda clase de despropósitos, y atropellos y en creer cualquier vaina que nos digan, sin decir, ni hacer nada. Es la que nos hace ser chéveres y quedarnos tranquilos, con nuestro caldero de chicharrones, mientras la ciudad se viene a pique, nuestros gobernantes se desgastan en disputas de perdularios y nuestros dirigentes se solazan en elucubraciones chiripitiflaúticas de 140 letras, Webinars insulsos y mesas de trabajo sin fundamento, que ni quitan ni ponen, en el escenario apocalíptico que entre todos estamos construyendo.

Por el resto del país la cosa no es diferente: el aburrimiento, el cansancio y los más de 100000 muertos de covid, poco a poco acaban con los últimos focos de resistencia, mientras que, tras las cortinas de humo negro y denso, se aprovecha la oscuridad de la noche para que se aprieten las últimas tuercas y se nieguen los últimos derechos, en un congreso pusilánime y sumiso. Como dice el maestro que decía El General: ¿como carajos vamos a salir de este laberinto?

Al igual que el alcalde y, casi sin darnos cuenta, nos estamos quedando solos. Sin gobierno, sin amigos, sin derechos y sin esperanzas. La Madre Teresa decía que: “La soledad y el sentimiento de no ser querido es la mayor de las pobrezas”. Mientras que Arturo el  Loco, a quien  ya muy pocos recuerdan, era más frivolo cuando afirmaba que: “Incluso la compañía de los locos era mejor que estar solo”.

P.D. Colombia es hoy el tercer país del mundo en muertes diarias ocasionadas por el COVID-19, coinciden estas alarmantes cifras, con la casi total supresión de restricciones y la vuelta obligada a la presencialidad.

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