Por Danilo Contreras

Se agita la discusión sobre la manera como se pretende solucionar el problema de la pobreza extrema que hiere la dignidad de miles de cartageneros expulsados en barrios vulnerables, centrada en la ley del “Fondo Pro-Cartagena 500 años”, impulsada con el tesón parlamentario por el Senador Fernando Araujo Rumie.

La iniciativa que ha resultado ser más controversial de lo que esperaba su autor, encierra una discusión de fines y medios, que es preciso dilucidar a efectos de que la democracia local se vea enaltecida por el propósito de superar la pobreza, en vez de que resulte maltratada. Digo que es una discusión de fines y medios, pues no hay duda sobre el consenso que existe alrededor del objetivo de sacar de la indignidad a tantos cartageneros que no alcanza a vivir, sino que sobreviven bajo la mirada indiferente de sus conciudadanos, en especial de una dirigencia colmada de privilegios a costa del bienestar de aquellos a quienes dicen servir.

Estamos de acuerdo con el senador Araujo en que urge una política que erradique la pobreza que ha sido un mal endémico a través de la azarosa historia de la ciudad; pero la discusión se aviva al determinar los medios que deben utilizarse para lograr ese alto propósito, pues de ello puede depender el fortalecimiento de la democracia local o por el contrario, su envilecimiento en el sentido de cercenar canales de participación ciudadana que constituyen el signo transformador consignado en el artículo primero de la Constitución que establece que Colombia es un Estado Social de Derecho que reivindica la democracia participativa y la elección libre de los gobernantes mediante el voto universal.

Conocida la ley 2038 de 2020, no he podido evitar remitir mi pensamiento a la teoría de las ideas políticas que da cuenta del “corporativismo” como una doctrina que promueve la incorporación de organizaciones sociales de diversa índole (empresariales, religiosas, asociaciones de trabajadores, comunitarias, entre otras) en un solo cuerpo que concentra poderes públicos a efectos de definir las políticas, planes y proyectos que determinan el desenvolvimiento de una comunidad.

Y digo que no he podido evitar el símil entre el fondo “Pro – Cartagena” y las teorías “corporativistas”, pues la ley crea un vigoroso órgano que denomina Junta Directiva, que cuenta con facultades extraordinarias, consistentes en aprobar y ejecutar planes, programas y proyectos en materia de infraestructura ambiental, sanitaria y vial en el Distrito de Cartagena, para lograr la erradicación de la pobreza extrema y la conservación de los recursos naturales del medio ambiente.         

En términos prácticos, los centros del poder distrital, que conforme la Constitución se radican en el Concejo, la Alcaldía y las juntas Administradoras locales, así como los Consejos Territoriales de Planeación, se trasladan, o cuando menos se modifican por este nuevo núcleo institucional (la Junta Directiva del fondo) que podrá aprobar y ejecutar las importantes iniciativas que antes eran de competencia exclusiva de los organismos constitucionales mencionados.

El rasgo “corporativista” de este nuevo centro de poder se materializa por tres circunstancias. La primera, es que sus miembros no son elegidos por el pueblo cartagenero. La segunda tiene que ver con la representatividad social satisfecha con la inclusión de tres delegados de la “sociedad civil”, sin que la gente sepa en plata blanca, que diablos es eso de la “sociedad civil”. Y tercero, quizás lo más grave, es que la Junta le abre espacio a dos inversionistas privados que en uso de tales asientos podrán incidir en las fórmulas para llevar bienestar a los cartageneros agobiados por las adversidades de la economía y la exclusión social y política. Esto último no deja de ser una contradicción pues los inversionistas privados, como es lógico, piensan primero en su beneficio, luego en lo demás.

Se trata entonces de una “corporación” que podría consolidar una especie de cooptación por parte de inversionistas y representantes de intereses particulares, de los poderes que la constitución ha delegado en las instituciones cuya legitimidad encuentra fuente en el voto popular, para habilitar un nuevo centro de toma de decisiones que no tiene sustento en la voluntad popular. 

El “corporativismo” tiene antecedentes universales y nacionales. Al filósofo John Stuart Mill se le atribuyen las ideas de denominado “corporativismo liberal” que aboga por la necesidad de crear condiciones de igualdad que permitieran a los trabajadores ganar influencia en la gestión de la economía. Así mismo en la Italia de los años 30 y 40 del siglo XX, Benito Mussolini agitó un ideario que proponía el control del Estado por corporaciones privadas de diversos gremios a fin de lograr “armonía entre las clases sociales”.

En Colombia, el antecedente es la constitución “corporativista” que impulso Laureano Gómez a  principios de los años 50 del siglo pasado. Jorge Orlando Melo en su Historia Mínima de Colombia documenta el hecho así: “Laureano Gómez, atraído por el falangismo de Francisco Franco en España, impulso una reforma constitucional con elementos corporativos, elecciones menos frecuentes y más autoridad presidencial”. Por su parte la referencia que de estas iniciativas hace Antonio Caballero en su “Historia de Colombia y sus oligarquías” describe que “el gobierno de Laureano Gómez tomaba decisiones prácticas mediante decretos de estado de sitio y ante una Asamblea Nacional Constituyente convocada y a medio nombrar sobre bases sectoriales: representantes de la Andi, la Asociación Bancaria, Fenalco, la Federación de Cafeteros, la Iglesia, los sindicatos (católicos) y al margen del sufragio universal, considerado por el presidente como “la madre de todas las calamidades”.

En todo caso, varios ciudadanos han considerado, en el marco de la deliberación democrática y respetuosa, que la ley 2038 de 2020 tiene serios vicios de inconstitucionalidad que hace retroceder la idea democrática y de hecho ya se encuentra radicada ante la corte Constitucional una demanda al respecto y se preparan más.     

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