Por Apolinar Moscote Villa
El reciente desencuentro entre los gobiernos de Estados Unidos y Colombia ha encendido las alarmas de la comunidad internacional. Sin embargo, lejos de tratarse de una pugna entre dos países, esta situación parece ser un enfrentamiento entre dos líderes con estilos muy similares: impulsivos, viscerales y poco reflexivos al momento de tomar decisiones que afectan no solo a sus respectivos países, sino también a individuos vulnerables atrapados en medio de este conflicto.
Lo primero que hay que resaltar es que esto no es, como decimos coloquialmente, una «pelea de gallos». No se trata de quién tiene más apoyo popular ni de cuántos seguidores acumulan los mandatarios en redes sociales. Estamos frente a un problema real de derecho internacional, donde las decisiones unilaterales y apresuradas de ambos líderes han puesto en evidencia la falta de consulta, análisis y diplomacia.
Por el lado de Estados Unidos, la decisión de deportar ciudadanos colombianos en condiciones cuestionables, sin respetar el debido proceso, marca el inicio de esta tensión. Las deportaciones, según reportes, se llevaron a cabo de manera inhumana: los deportados viajaron esposados, sin acceso a alimentos, agua o incluso servicios básicos como el uso de baños durante el traslado. Esto constituye una violación flagrante a los principios del derecho internacional, especialmente cuando no se distingue entre los diferentes tipos de migrantes: aquellos que han violado términos administrativos, los que ingresaron ilegalmente y los que son refugiados protegidos por acuerdos internacionales.
Por otro lado, la reacción del gobierno colombiano tampoco estuvo a la altura de los estándares que se esperan en estas situaciones. Al impedir el aterrizaje de los aviones con los deportados, no solo se agravó la tensión diplomática, sino que se puso en peligro la integridad de los ciudadanos colombianos afectados. En lugar de brindar una respuesta humanitaria inmediata, se optó por una postura de desafío, dejando a estas personas en una especie de limbo aéreo y, peor aún, sin las mínimas garantías de seguridad y dignidad.
El problema, entonces, no radica solo en la acción inicial de Estados Unidos ni en la respuesta colombiana, sino en la incapacidad de ambos gobiernos para manejar la situación con diplomacia y humanidad. Esto pone de relieve un vacío en el protocolo para enfrentar estas crisis, que debería priorizar los derechos humanos y el respeto al derecho internacional.
La solución a este conflicto pasa, en primer lugar, por enfriar los ánimos. La escalada de sanciones y medidas económicas adoptadas por ambos países, sin la debida consulta ni análisis interno, no hace más que profundizar la división y alejar la posibilidad de un entendimiento. Es imperativo que se revisen las decisiones tomadas y se busque un diálogo constructivo, no solo entre los mandatarios, sino también a través de los canales diplomáticos tradicionales que han sido ignorados en este caso.
Asimismo, es necesario establecer protocolos claros y humanitarios para el manejo de migrantes en situaciones de deportación. Esto implica garantizar el debido proceso, respetar los derechos de los deportados y trabajar en coordinación con organismos internacionales como la ACNUR para asegurar que los refugiados no sean tratados como criminales.
El episodio entre Estados Unidos y Colombia debe servir como una lección para ambas naciones. Más allá de las diferencias ideológicas o políticas entre sus líderes, el objetivo común debe ser la protección de los derechos fundamentales de las personas y el fortalecimiento de las relaciones bilaterales a través de la diplomacia y el respeto mutuo. Es hora de dejar de lado las reacciones viscerales y actuar con la responsabilidad que exige el liderazgo internacional en tiempos de crisis. Estoy seguro de que mañana será otro día y todo se arreglará.

