En Cartagena, la seguridad ha sido por años una promesa aplazada. Hoy, con un nuevo plan en marcha, vemos por fin una respuesta institucional que busca recuperar el control del territorio y devolverle la tranquilidad a la ciudadanía. Pero como es costumbre en esta ciudad de contrastes, no faltan quienes, sin argumentos ni pruebas, ya levantan la voz para sembrar dudas.

Se acusa a la Fuerza Pública de excesos antes de que haya siquiera un caso documentado. Se habla de militarización, de abusos, de amenazas a los derechos humanos, como si la presencia del Estado en las calles fuera en sí misma una agresión. ¿Desde cuándo proteger a la gente se volvió sospechoso?

No se trata de negar que puedan surgir incidentes. Pero cada caso debe ser evaluado con rigor, no convertido en excusa para deslegitimar una estrategia que apenas comienza. No se puede condenar una política pública por prejuicio ni por desconfianza crónica. Eso no es crítica: es sabotaje.

También se repite el viejo mantra de que los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra. Pero se omite decir que vivimos en un Estado de derecho, donde incluso el más reincidente tiene derecho a un juicio justo, a la presunción de inocencia y a una defensa. No es el sistema el que falla, es la impaciencia la que nos traiciona.

Cartagena no puede seguir atrapada entre la queja y la parálisis. Si queremos resultados distintos, tenemos que permitir que las instituciones hagan su trabajo. La seguridad no se decreta: se construye con presencia, con justicia, con confianza. Y eso toma tiempo.

Vamos bien. Pero hay que dejar trabajar.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *