Por Danilo Contreras
En mi condición de ciudadano común y silvestre he venido expresando preocupación sobre la acritud sectaria del debate político actual que tiene como reto inmediato las elecciones a congreso y presidencia de la República de 2026. Tales inquietudes me han hecho conjeturar, desde hace más de un año, sobre la necesidad de una acción política que le proponga al país, además de las reformas institucionales que están en juego, un propósito de transformación profunda de la cultura política que por décadas ha estado marcada por el sectarismo y la pugnacidad que se ha traducido en violencia y muerte.
Es bastante probable que toda iniciativa constituyente, reforma o política pública que signifique progresos para la sociedad, caiga en un vacío estéril sin una cultura política capaz de dar abrigo a cambios concertados como comunidad nacional con vocación de permanencia. Ese pensamiento que puede ser criticado como una expresión de ingenuidad de un simple ciudadano o como rasgo de moderación que modernamente dejo de ser virtud para convertirse en defecto repudiable, ha sido sometido por mí a una íntima reflexión crítica comparativa con experiencias históricas documentadas de lo que han podido hacer otras naciones para lograr la superación de conflictos económicos, políticos y sociales, aparentemente insolubles. Es así como me he fijado en la experiencia del “modelo nórdico o escandinavo” que ha logrado índices de éxito reconocidos por diversos autores, como Thomas Piketty, para solo citar un caso.
En esa búsqueda de argumentos de autoridad me he encontrado con la autora Simon Carstra, investigadora, doctora en Análisis de la Conducta por la Universidad Metropolitana de Oslo (Noruega) y magister con honores en Psicología, obtenida en la Universidad de Estocolmo (Suecia), que probaría que el poder de la transformación cultural, más allá de la adopción de nuevas constituciones, reformas o políticas públicas progresistas, es un elemento esencial para aclimatar cambios “saludables” para la sociedad. Cito algunos aparte de su “paper” titulado “WHY NORWEGIANS DON’T HAVE THEIR PIGS IN THE FOREST: ILLUMINATING NORDIC ‘CO-OPERATION’” (POR QUÉ LOS NORUEGOS NO TIENEN SUS CERDOS EN EL BOSQUE: DILUCIDANDO LA COOPERACIÓN NÓRDICA); estos son apartes de dicho texto: “Este artículo intenta ofrecer una interpretación analítica del comportamiento de las políticas económicas y sociales en los países nórdicos, con énfasis en Suecia y Noruega. Dado que el éxito de los modelos estatales está determinado por el comportamiento de sus ciudadanos, este artículo no solo considerará las características sistémicas de las políticas escandinavas, ampliamente discutidas en otros trabajos (p. ej., Christiansen, 2006; Dølvik, 2013a; Greve, 2007; Hilson, 2008; Kvist, 2012; Midttun et al., 2011), sino que también se centrará en las prácticas culturales, que son patrones de comportamiento característicos de los países nórdicos (véase Simon y Baum, 2012, para una definición más amplia de cultura)… Subyugar la individualidad en favor de lo colectivo es un rasgo cultural que caracteriza la coherencia y la cooperación grupal. Esta tendencia se refleja tanto en las políticas como en las normas de comportamiento, que tradicionalmente prosperan en Escandinavia, ya que van de la mano. Un ejemplo de la interrelación entre las políticas oficiales y las prácticas culturales es que las políticas escandinavas prácticamente no permiten la inversión en patrocinio de las élites, y los estudiantes destacados no suelen poder saltar de curso. Esto va de la mano con una norma de comportamiento seguida por los docentes: animan a los estudiantes destacados a ayudar a los demás al terminar sus tareas. Así como el estado de bienestar fomenta las bajas diferencias de clase, la política de saltar de curso y la norma de comportamiento en el aula fomentan conjuntamente menores diferencias en el rendimiento entre los individuos y garantizan el buen rendimiento del grupo…”.
Sin contar con una evaluación minuciosa del periodo de gobierno de Antanas Mockus en Bogotá, son renombrados los logros que en materia de cultura ciudadana se obtuvieron en la realidad de una capital caótica y agresiva a principios de los años 90.
Infortunadamente, el asunto de la transformación de la cultura política carece de espacio en la agenda pública y, por el contrario, se afianza entre la ciudadanía, la simpatía de los lideres que alimentan el discurso pugnaz y populista.
La historia, si prescinde de las mitologías para dar testimonio del pasado y la implacable estadística, muestra que, en su mayoría, los liderazgos mesiánicos, además de pisotear la autonomía y la reflexión crítica de los individuos, suelen ser nefastos para las sociedades.

