Por Rodolfo Díaz Wright

Abdalá Bucaram, el inolvidable bufón ecuatoriano, fue elegido a la presidencia de su país el 7 de julio de 1966, con cerca de dos millones trescientos mil votos, algo así como el 55.0% del total de la votación.

Menos de seis meses después, fue destituido fulminantemente por el Congreso de Ecuador, por “Incapacidad Mental para Gobernar”. Se cuenta que lo último que se le ocurrió hacer, en uso de sus facultades constitucionales y legales, fue andarse con unas tijeras de podar, para cortarles el miembro a quienes descubriera orinándose en la calle. Todo esto, después de que la Fiscalía ecuatoriana lo pillara y denunciara, por complicidad en casos de corrupción, en la compra de insumos médicos con sobreprecios.

Winston Churchil, solía decir que “La democracia es la peor forma de gobierno, si exceptuamos todas las demás”. Así que, a pesar de ser tan mala, es mejor que todas y es la que permite que, en ocasiones, la mayoría se equivoque eligiendo a personajes que, mediante quién sabe que artes, tienen la habilidad de embaucar bobos y atrapar incautos,  que luego, por no aceptar su error, persistirán tercamente en defenderlos y hasta festejarlos, a pesar de su reconocida incompetencia o sus desvaríos y disparates.

Los recientes casos de gobernantes locos, como Adolf Hitler o Bucaram, no son únicos. Si revisamos con cuidado la historia nos encontraremos con  verdaderas sorpresas: El Emperador romano Calígula sádico y loco se recuerda por nombrar a su caballo, de nombre Incitatus, como sacerdote y senador. El Emperador de China Zhengde, ocupaba su tiempo más en jugar que en gobernar y murió ahogado tras acabar muy borracho durante un viaje de pesca. Justiniano II de bizancio, quien en medio de su locura,  solía morder  en la cabeza a quien trataba de calmarlo. Carlos VI de francia corría por su castillo aullando a sus subordinados creyéndose un lobo y el Rey Faruq de Egipto, quien además de loco era cleptómano y llegó en una ocasión a robarle un reloj al propio Winston Churchill, son apenas una muestra pequeña de lo que ha sido esta maldición para la humanidad.

La semana que termina fue pletórica de actuaciones díscolas de nuestro alcalde y, de alguna manera, sentimos ese aroma de déjà vu, de estar viviendo algo visto y padecido recurrentemente en los últimos tiempos: La ciudad a la deriva, sin planes, sin proyectos, sin soluciones, mientras el hambre, el desempleo, las necesidades y la amenaza de un regreso de la pandemia, campan por sus fueros, y el alcalde se dedica a jugar al payaso,  a picárselas de divertido y a reemplazar con artificios de cumbiamba y maneras afectadas, su falta de preparación y su notoria incapacidad, para asumir y mantener la compostura que la dignidad de su cargo exige.

El ser popular, el ser un funcionario humano y de buen humor, que se pone en contacto con sus gobernados, son cualidades apreciadas y necesarias en los líderes, para concitar la unidad y el apoyo de su gente. Eso, sin embargo, tiene sus momentos y está muy alejado de la chabacanería, del comportamiento guache y  de las formas sugestivas y grotescas, que anuncian un deseo continuo y exagerado de burla y de bufonada, para una ciudadanía que, si bien no votó por él, si tiene derecho a un mínimo de decoro y respeto de parte de la primera autoridad de la ciudad, quien además tiene el compromiso moral, de ser modelo y ejemplo para la sociedad.

Cuando estos comportamientos extraños, se convierten en el “leitmotiv” de un gobierno, cuando son el pan nuestro de cada día, nos asalta el temor de estar frente a otro cuadro histórico, de un gobernante perturbado y alucinado.

Como decía Plutarco. “Quién no puede disimular, que no gobierne”.

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