NOTA EDITORIAL
En el viejo Derecho Romano existía una máxima que ha atravesado siglos hasta nuestros días: «Consuetudo legis habet vim», la costumbre tiene fuerza de ley. Para los romanos, una práctica repetida en el tiempo, aceptada de forma generalizada y ejercida con la convicción de ser obligatoria, podía convertirse en fuente legítima del derecho, al mismo nivel que una ley escrita.
Pero los juristas clásicos también advertían que no toda costumbre era buena. Para ser válida, debía ser justa («bona») y no contradecir los principios básicos de equidad, orden y bien común que la ley perseguía. Una práctica perversa, aunque popular, no podía erigirse en norma. Este matiz, olvidado muchas veces en la vida moderna, es hoy más vigente que nunca en ciudades como Cartagena.
Aquí, en las calles ardientes de sol y salitre, durante años se incubó una peligrosa interpretación: que el uso constante de los errores les otorgaba legitimidad. Que la apropiación del espacio público por vendedores informales, la invasión de carriles exclusivos de transporte masivo, o el irrespeto sistemático a semáforos y normas de tránsito, eran simples “formas de vida”, tradiciones callejeras inmunes al deber ser jurídico.
Basta observar una esquina cualquiera de Cartagena para entenderlo. El peatón salta sobre el asfalto entre buses y motocicletas; el vendedor ambulante clava su sombrilla en medio del andén, convencido de que allí tiene «su puesto» por derecho de uso. El mototaxista, a toda velocidad, atraviesa el carril de solo bus de Transcaribe, desafiando la muerte con una temeridad casi rutinaria. Desde 2015, cuando se inauguró este sistema de transporte, la imprudencia de motociclistas en estos carriles ha costado 52 vidas. No es una cifra menor. Es la manifestación cruda de cómo la “costumbre” puede convertirse en una tragedia colectiva cuando se aparta del sentido de justicia.
Durante mucho tiempo, la permisividad institucional alimentó esta deformación. Gobiernos laxos, indiferentes o simplemente temerosos de enfrentar el caos, permitieron que estas prácticas se asentaran. El resultado: una ciudadanía que, más que respetar la ley, la considera un estorbo; un ornamento que se puede ignorar si la “costumbre” así lo dicta.
Sin embargo, los tiempos cambian. Y en la Cartagena de hoy, con la administración del alcalde Dumek Turbay, ha surgido una apuesta decidida por restaurar el imperio de la ley. No se trata de autoritarismo ni de atropello, sino de ejercer el principio básico que sostiene toda vida en sociedad: que la ley existe para ser cumplida, no para ser negociada a conveniencia.
Aplicar la autoridad —de manera firme pero respetuosa de los derechos humanos— implica que quien invada el espacio público será desalojado; que quien agreda a un funcionario será judicializado; que la cultura del «todo se puede» empezará, poco a poco, a ser sustituida por una cultura de respeto, de convivencia real.
No faltarán voces indignadas, sobre todo de aquellos que confundieron sus propios privilegios ilegales con derechos legítimos. Algunos invocarán normas de derechos humanos para proteger invasiones, usurpaciones o infracciones flagrantes. Es parte del costo de volver al camino correcto.
Pero como enseñaron los juristas de Roma, una sociedad no puede sustentarse sobre costumbres corruptas. «Consuetudo contra legem non valet» —decían también los antiguos: la costumbre contra la ley no tiene valor. No importa cuán popular sea una práctica: si atenta contra el orden, la seguridad, la vida o la dignidad de las personas, no puede ser fuente de derecho, sino de desorden.
Cartagena tiene hoy una oportunidad histórica. Un gobierno que, con todas las imperfecciones propias de cualquier gestión humana, se ha atrevido a poner el dedo en la llaga. A decir que las leyes no son opcionales. Que el respeto al espacio público, a las normas de tránsito, al bien común, no es una «moda» ni un «capricho de la autoridad», sino el cimiento de cualquier ciudad que aspire a ser moderna, justa y verdaderamente libre.
Quizá no será un camino corto ni sencillo. Romper con costumbres arraigadas, aunque dañinas, siempre genera resistencia. Pero si algo nos enseñan siglos de historia jurídica es que la verdadera civilización comienza cuando la ley —no la costumbre arbitraria— gobierna nuestras calles y nuestras vidas.

