Por Danilo Contreras

Encontrarme a la vera de los azarosos caminos de la política electoral que fatigué hasta hace poco, no me impide la condición aristotélica de “zoon politikón”, es decir, la capacidad de deliberar sobre lo que considero, quizás erradamente, es proclive al bien común. Hacerlo desde la mera condición de ciudadano, sin las afugias de perseguir adhesiones, me permite, creo, una mayor amplitud en la reflexión sobre lo que ha sucedido en la historia reciente, lo que pasa ahora y lo que podría suceder, siempre con el anhelo de ver transformadas realidades contra las que me rebelo.

Observo en primer término que, en el contexto de un gobierno que yo mismo ayude a elegir (con prescindible aporte) entendiendo que es necesario superar un periodo aciago de la Nación que aún no termina, las prioridades de la política oficial han variado en tanto se hace evidente el énfasis que los temas sociales han adquirido en la agenda pública, lo que contrasta con el desdén que estos asuntos tenían en gobiernos anteriores.

Producto de ello la restauración de derechos laborales arrebatados a los trabajadores en épocas de agitación de las ideas neoliberales, los esfuerzos por dotar de tierras a desposeídos en zonas rurales o la reforma pensional que promete más seguridad social para los más débiles.

A pesar de lo anterior, me indago si son suficientes las reformas alcanzadas y, sobre todo, si los medios utilizados para lograrlas son suficientes para aclimatarlas, o si, por el contrario, una idea de profundas transformaciones debe concentrarse en objetivos más complejos o si la simple promulgación de las reformas tiene la potencialidad de introducir cambios sociales reales, mucho más si se atiende al viejo y astuto refrán que enuncia: “hecha la ley, hecha la trampa”.

Para el ejercicio de tales reflexiones no he estado solo, pues necesariamente he buscado el acompañamiento de autores que, antaño, tal vez se formularon los mismos cuestionamientos. Esa compañía me permitió descubrir, por ejemplo, que la demoledora frase de Albert Camus según la cual “los medios justifican los fines”, en realidad pertenece a Karl Marx de quien cita una sentencia textual que reza: “Un objetivo que requiere medios injustos no es un objetivo justo”.

En esa dinámica me pregunto si las importantes reformas que se han conquistado son la piedra angular de los cambios definitivos que la gran mayoría de ciudadanos espera; y es allí donde, sin restar importancia a los avances mencionados, me planteo el problema de la economía y la cultura.

Pues bien, ha sido justamente Marx quien señala que el eje central de las relaciones sociales se encuentra en el fenómeno económico, señalando que este actúa como “infraestructura” o base material de la sociedad sobre la cual se construyen “superestructuras” como la cultura (arte, religión, filosofía, derecho, política, etc.) con las que se encubren o refuerzan las bases de las relaciones económicas del capitalismo y la propiedad de los medios de producción.

Me atrevo a conjeturar que, si nos proponemos transformaciones profundas, es preciso meditar en lo que está pasando con la economía nacional como punto de partida de un proyecto de cambios genuinos que se reflejen en bienestar general duradero. 

En esa tarea encuentro datos que podrían confirmar sospechas que nos asaltan a algunos; verbigracia, la magnitud e implicaciones de lo que algunos denominan con cierto eufemismo “economías ilícitas”, quizás escondiendo una economía sumida hasta los tuétanos en ilegalidad y violencias de toda índole.

En efecto, en una entrevista ofrecida por la doctora en economía Clara Inés Pardo Martínez, investigadora de la Universidad del Rosario, se señala en cuanto a la economía ilegal o subterránea: “El último estudio oficializado en el país hablaba de que más o menos correspondía al 35% del producto interno bruto que en cifras del año 2018 equivalía a $364 billones anuales. Pero si uno mira a nivel global y se dice que estas cifras han ido en aumento, entonces se podría decir que Colombia no se escapa de esto y si las cifras están alrededor de eso, entre el 35 y el 40% en todos los temas de economía subterránea…Obviamente, esos recursos están llegando a pocas manos y no para el desarrollo del país…”.

Estas cifras que asumo como hipótesis de mis especulaciones, las conecté enseguida con otro texto de los profesores Luis Jorge Garay y Eduardo Salcedo Albarán en el que enseñan: “La corrupción y captura del Estado en Colombia no es un fenómeno aislado, sino íntimamente relacionado con la reproducción de diversas formas de ilegalidad y la acción de organizaciones delictivas de cierta sofisticación…Esta no es únicamente una lección epistemológica sino moral…”.

Así entiende uno las confesiones de los autores del desfalco en la UNGRD, quienes, según las noticias judiciales, han dado cuenta de un “préstamo” que les sirvió para pagar coimas a dignatarios del congreso para facilitar el avance de proyectos de ley de origen gubernamental. Es bastante probable que esa liquidez de recursos que permitió los “prestamos” se nutre de la economía ilegal a la que alude la profesora Pardo Martínez de la Universidad del Rosario, los cuales suelen ser rembolsados con réditos que ni el peor de los “paga-diarios” (otra fórmula de economías ilegales) alcanzaría a ambicionar.

Este, desde luego, no es un fenómeno nuevo, ni mucho menos exclusivo de este gobierno. En nota que suscribí hace un tiempo, me referí a este tópico así: “El origen del asunto parece bien documentado en varios estudios como el elaborado por el economista e historiador Eduardo Sáenz Rovner que en su obra “Conexión Colombia: una historia del narcotráfico entre los años 30 y los 90”, da cuenta de sucesos que marcaron profundamente nuestro talante patrio, entre los cuales está su referencia a los vínculos del “narco” con el poder desde la presidencia de Alfonso López Michelsen, en cuyo gobierno funcionó la denominada “ventanilla siniestra” del Banco de la República que coincidió con la “bonanza marimbera” que tocó a tanta “gente de bien” y que constituyó la intrusión masiva de la delincuencia en el ejercicio del poder del Estado que aún perdura de diversas y perversas maneras”. Desde aquellas épocas, la “ventanilla siniestra” facilitó la irrigación de los recursos de las economías ilícitas por todo el aparato productivo.

Otra muestra del círculo vicioso marcado por las economías subterráneas en el que se ahoga el país se encuentra en la financiación de las campañas políticas. Citando al mismo profesor Eduardo Sáenz Rovner en otra nota cometida, señalé: “Con bases investigativas sólidas, el historiador Sáenz Revner cuenta que en la campaña
presidencial de 1978, el embajador de los Estados Unidos de apellido Ascencio, inquirió al
entonces candidato Julio Cesar Turbay por las informaciones que el gobierno gringo tenía
acerca de sus vinculaciones con el narcotráfico, a lo que el ex presidente respondió: “…son calumnias de la oposición…más bien fíjese en Carlos Lleras…”.

Más recientemente se sabe de las aportaciones de alías “papa pitufo” a la pasada campaña presidencial, mediando la gestión de algunos personajes que hoy detentan altísimas posiciones en el ejecutivo.

Entonces, no es forzado sospechar que quienes aportan dineros mal habidos a determinados proyectos políticos, esperan una recompensa que se traduce en favores de diversa naturaleza dispensados desde el Estado y que por los laberintos de la economía formal e informal dan liquidez al perverso sistema capitalista nacional.

Permítaseme ahora un brusco giro hacia el problema de la cultura, considerando la necesaria brevedad que reclaman los contados lectores de estas supersticiones.

En su ensayo “Aspectos socioculturales del narcotráfico: ayer Medellín, hoy Rosario”, la investigadora social argentina Betina Mariel Bovino, ha expuesto: “El narcotráfico surge y se desarrolla como crimen organizado transnacional de enormes dimensiones, que va produciendo y se va identificando con una constelación integrada por una economía criminal, una microsociedad, una narcocultura y una narcopolítica que apunta al Estado mismo. Por eso es necesario considerar al narcotráfico como una producción y comercialización de bienes y servicios ilegales, que podría caracterizarse como “capitalismo mafioso” y ha provocado una restructuración económica, política y social”, y más adelante sostiene: “Tal como lo ha evidenciado Palacios (1999), “(…)se puede presumir que numerosos sectores de capitalistas dedican importantes cantidades de capital a la producción y venta de drogas. Junto a esta compleja organización se desarrolla una enmarañada red de poderes que se insertan en las tramas de Estados y sociedades”.

Bajo estas consideraciones la autora en cita afirma que “…Se logra así una fuerte presencia en las economías nacionales a las que se irriga y controla; se modifican fuerzas y estructuras socioeconómicas; se multiplican consecuencias directas e indirectas; se trasmuta el poder económico y financiero en poder social, cultural, ideológico, político y militar para la defensa y el ataque…”.

De otra parte, en cuanto al fenómeno cultural, Betina Mariel Bovino sostiene: “…la transnacionalización del narcotráfico ha implicado el desarrollo de una narco-cultura, definida como un conjunto de rasgos (comportamientos y valores, lenguaje, códigos propios, normas, simbolismos y significados) relacionados con la producción, distribución y venta de drogas; esta implica, …siguiendo a Valenzuela (2002) a la cultura que abarca todas las manifestaciones de los hábitos sociales del grupo, los productos de la actividad humana inducidos por estos hábitos, y los medios materiales para su producción y reproducción…”.

Pero hay otro aspecto de la cultura que merece profundas reflexiones con miras a considerar transformaciones reales, y se alude aquí a la cultura política. 

Tengo para mí, y así lo he venido exponiendo, que vivimos “una cultura de violencia, atizada por el sectarismo ideológico, que se ha constituido en una especie de pandemia persistente que de una u otra manera nos ha afectado a todos, casi sin excepción, con efectos nefastos que no hemos podido superar…”.

Para sustentar está sospecha, he dicho antes que “No solo la historia sino también la literatura ha dejado testimonio del sectarismo que se encuentra íntima e inescindiblemente ligado a la tragedia de la violencia nacional. En un libro clásico que mal leí en la época del bachillerato como disciplina impuesta por algún profesor de “lenguaje”, consta un pasaje que me sirve ahora para argumentar estas prescindibles ideas: “…- Y diga compadre…¿Se amistaron don Roque y el Anacleto? – No se dijeron esta boca es mía, como si no fueran prójimos…El viejo no le perdonará nunca al muchacho el haberle salido rojo…El muchacho salió a su tío y es muy insolente…Yo tengo miedo…- ¿Miedo? – ¡Miedo de que ese rojo bandido del muchacho mate un día de estos a don Roque, que es tan buen godo!”. (El Cristo de espaldas. Eduardo Caballero Calderón).

Esa violencia sectaria parece reeditada en un juego político caracterizado por un lenguaje que hiere, que no solo enuncia, sino que produce efectos de hecho en la cotidianidad; que se multiplica y crece, ladina, como una hiedra asfixiante.

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