Por: Danilo Contreras
Los altísimos valores democráticos de la soberanía, la garantía de los derechos fundamentales de los ciudadanos, la convivencia y la paz, están, en buena medida en manos de la fuerza pública. Así lo prescriben los artículos 217 y 218 de la Constitución Nacional.
La pandemia que tantas miserias ha desvelado, nos ha puesto de frente con la recurrencia de abusos por parte de la fuerza pública, en territorios urbanos y rurales. Una ONG citada por Noticias Uno denuncio recientemente el registro de al menos 40.481 casos de abusos policiales entre 2.017 y 2.019. Por su parte, a principios de este año, la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet dio a la luz pública un informe en que se reseña que durante el último año “fueron 108 defensores de derechos humanos; 66 indígenas del convulso departamento del Cauca (suroeste), entre ellos 13 de sus autoridades, y 45 miembros de la comunidad LGBTI los asesinados. El organismo también registró 36 masacres, la cifra más alta desde 2014, y que se da en medio de una tasa nacional de homicidios de 25 por cada 100.000 habitantes”.
En Cartagena, el recrudecimiento de casos de brutalidad policial presenta su propio drama, quizás por razón de las medidas de restricción de garantías ciudadanas de las que se usa y abusa por parte de las autoridades competentes, sin que se provean medidas complementarias que dignifiquen o mitiguen las limitaciones impuestas por el confinamiento y los toques de queda.
Múltiples son los videos y las denuncias que circulan en redes sociales, al punto que la situación llevo al joven concejal Javier Julio Bejarano a dar un valeroso debate al respecto en el Concejo Distrital en el que se documentaron casos en diversos barrios, sobre todo, localidades populares de la ciudad.
Las imágenes y denuncias son escandalosas. En muchas de ellas se observan a uniformados golpeando de manera inmisericorde a mujeres indefensas, o a jóvenes en las esquinas y se ha llegado al punto de denunciar a uniformados que despojan de sus artículos personales a inermes ciudadanos en medio de una simple requisa. En no pocas ocasiones han circulado imágenes de agentes policiales ingresando a domicilios sin los debidos protocolos o imitando a los grupos de jóvenes violentos de los barrios, tirándose piedras como en cualquier reyerta de pandillas. Inaceptable.
No podríamos caer en la impropiedad de afirmar que se trata de un proceder sistemático, pero la reincidencia y gravedad de los casos obliga a hacer un llamado respetuoso a los mandos de la fuerza pública a fin de que se estudien las causas y posibles soluciones de estos comportamientos que antes de edificar los valores democráticos mencionados al principio de la nota, por el contrario, los destruyen sin remedio, en una época de crisis de supervivencia por cuenta de la pandemia, que en muchas ocasiones no solo mina la salud de los ciudadanos, sino los principios de convivencia y tolerancia que nos hacen aferrarnos a lo que llamamos civilización.
Igual llamado merece el Alcalde de la ciudad, quien pese a ser el jefe de la policía local, no ha hecho ningún pronunciamiento frente a estas situaciones que un concejal de su bancada puso de presente en el Concejo de Cartagena. Ojalá que el talante autoritario que en algunos actos demuestra, no sea obstáculo para intentar corregir estas anomalías. Ya vimos que el cierre del mercado de Bazurto fue garantizado por efectivos de la Armada fuertemente armados y por carros artillados de la institución, muy a pesar que la propia Bachelet ha solicitado “al Estado a restringir en la mayor medida posible (…) el uso del ejército en situaciones relacionadas con la seguridad ciudadana, incluida la protesta social”, urgió.
La fuerza pública tiene la misión de enaltecer la vida social y por esa vía enaltecer el noble y difícil servicio que se han impuesto por cuenta de sus funciones. No dudo que la educación continua del personal uniformado es una buena estrategia para evitar que sus agentes puedan imitar conductas de aquellos a quienes combaten.
Durante la pasada campaña presidencial, el candidato Gustavo Petro, que levanta siempre recelos y pasiones encontradas, hizo una propuesta que bien valdría la pena evaluar hacia el futuro, pensando en un país que quiere conquistar la paz.
En su momento Petro señalaba que muchos jóvenes partían al servicio militar o a la Policía bajo la convicción de que una carrera universitaria era una utopía para la juventud de estratos más humildes. No dudo que en esa afirmación pudo haber una generalización inapropiada que en su momento ofendió a los altos estamentos de las fuerzas militares y de policía, toda vez que muchos adolescentes y jóvenes ven en el servicio militar una verdadera vocación que tiene motivaciones que van más allá de las escasas oportunidades de acceder a una educación superior. Sin embargo Petro sostenía que era menester dedicar presupuesto del Ministerio de Defensa a la formación superior de sus servidores, de modo que el ingreso a la fuerza pública garantice no solo estabilidad laboral, sino formación universitaria masiva.
Pese a este error de planteamiento, el fondo del asunto tiene toda la racionalidad del caso, pues la educación es la construcción humanística permanente del ser. Mucho más en una época en la que “La Peste” amenaza ese preciado bien por cuenta del aislamiento social a que hemos tenido que someternos. Nada más dañino y destructor del tejido social que privar a la sociedad del derecho a acceder al conocimiento.
Cito permanentemente aquella luminosa y postrera conferencia dictada por Carlos Gaviria Díaz unos días ante de su infausta muerte, titulada “Educación para la democracia” en la que sostenía que el pueblo es una construcción y que esa edificación había que hacerla a partir del sentido humanístico de la educación, sin consideración a ningún privilegio, pues los privilegios son la negación de la democracia.