Por Danilo Contreras
Ninguna generación de juventudes a través de la historia había tenido tantos retos y responsabilidades sobre sus espaldas como la que vive estos días procelosos. La incontenible realidad del cambio climático expresado en la acidificación de los mares, la desertización de la tierra, el efecto invernadero en la atmosfera y la depredación de la biodiversidad, se constituye en una sinigual amenaza contra la existencia misma del homo sapiens sobre la faz del planeta. La sexta extinción de las especies no es ya un relato de ficción, sino la patética evidencia del mayor enemigo que la humanidad debe enfrentar en las próximas décadas para garantizar su supervivencia. Suena dramático y lo es en verdad.
Esa amenaza no es hoy el resultado del azar natural. No son los maremotos o los terremotos, o las colosales erupciones de incontenibles volcanes, ni siquiera las peores pestes las que nos desafían. Por el contrario, se trata de un devastador proceso de auto aniquilación emprendido desde hace dos siglos y medio con la revolución industrial y que se ha venido sofisticando por cuenta de un modelo económico que depreda sin piedad los recursos naturales para concentrar la riqueza que se deduce de tal destrucción en una ínfima porción de la población que somete a la descomunal pero inerte mayoría, a las sobras que caen de sus insaciables mesas. Esto no es retórica ideologizada pues las cifras de desigualdad y devastación de los ecosistemas lo acreditan de forma apabullante.
Ese esquema de privilegios destructivos se ampara en vanguardias políticas puestas al servicio de los poderes económicos que, en las primeras décadas del siglo XXI, actualizan regímenes autoritarios cuya finalidad, como siempre, es la supresión de la libertad y la justicia social. Como en el siglo XX resurgen los totalitarismos de diverso cuño para arrasar con la democracia que tiene su fundamento en la garantía de derechos humanos y la preservación del medio ambiente.
Se equivocan en materia grave quienes piensan que esta juventud de ahora es una masa de vándalos irresponsables. ¿Desconocen acaso quienes han esculpido la historia? ¿No saben acaso que han sido los jóvenes quienes siempre han estado en la primera línea de las transformaciones? ¿No fueron las juventudes las que sostuvieron la primera línea en la toma de la Bastilla del siglo XVIII o en la guerra de Vietnam o en las protestas contra esa guerra infame en las calles de los Estados Unidos de la década de los 60s del siglo XX? Ellos piden más educación, más oportunidades, más justicia, menos corrupción. ¿Qué hay de irracional en esto? ¿Ignoran acaso que los cambios históricos jamás han sido “asépticos” o desprovistos de exaltación?
Yerran quienes enfatizan en el vandalismo para desdibujar el profundo malestar que bulle en toda la sociedad sin que los soberbios dirigentes tradicionales se percaten de la profundidad de los cambios que se reclaman en las calles.
Yo saludo el vigor y la valentía de los jóvenes que salen entusiastas a las calles a reclamar por el presente y futuro que aquellos que han fracasado en el poder pretenden negarles, ahora con el uso impúdico de la violencia que ha dejado demasiados caídos en el asfalto de las ciudades.
Pero es preciso que ese fervor juvenil abreve en las fuentes de la historia contemporánea y muy particularmente en los eventos trascendentales de los albores del siglo XXI, a efectos de deducir aprendizajes que impidan el fracaso de su heroísmo.
La primavera árabe recorrió el planeta con los vientos de esperanza que inspiraba su mera denominación: La primavera. Una exaltación que se originó en la auto inmolación de un simple vendedor de las calles de Túnez, Bouazizi, desesperado por los cotidianos operativos que le expropiaban, sin formula de compensación, las mercancías que comercializaba en las aceras para llevar el pan a la mesa de los suyos. Esa chispa se extendió por todo el Islam como el fuego en una pradera de hierba seca.
En Túnez, el sacrificio de Bouazizi provocó el derrocamiento del tirano Zine El Abidine Ben Ali. En Egipto la caída de Hosni Mubarak o de Gadafi en Libia. Pero las mayorías lanzadas a las calles que lograron la derrota de esos déspotas no determinaron las estrategias y los caminos para que en aquella primavera florecieran sus deseos de democracia. Otras tiranías ascendieron al poder bajo los afeites del engaño a las masas.
Por esa lección de la historia es preciso que los jóvenes, protagonistas indudables de la historia moderna de la nación, dediquen un espacio de sosiego a la agitación, para que su sacrificio no sea burlado por la estrategia del régimen que pretender llevar su movimiento a la calificación de mero vandalismo sin norte ni ruta.
Las fuerzas más oscuras del Estado quieren seguir machacando con sevicia a nuestra juventud en las calles y en las plazas, y quieren además provocarlos para que se responda con la fuerza irracional de la ira que genera la injusticia. No se debe caer en esa trampa fatal. La salida a esta encrucijada histórica debe ser una sola consigna: Más democracia!!!.
Los jóvenes, las mujeres, los trabajadores, los informales, o los profesionales en protesta, que representan a las inmensas mayorías nacionales, deben considerar la dosificación de las energías para conducirlas por los cauces del cambio que se vislumbra para las próximas elecciones. Derrotar esa seudo ideología, esa superstición que tanto daño ha esparcido en dos décadas, que es el uribismo, debe ser la meta de las urnas en 2022. Ya se ha ganado una batalla fundamental, no se puede dar ningún espacio a la trampa fascista que ahora busca enfrentar a colombiano contra colombiano en las calles llamando a conciudadanos a armarse ante la incapacidad política del Estado.
Nuestra primavera no puede morir en las manos de nuevos tiranos como ocurrió con la primavera árabe.