EDITORIAL

El discurso del presidente Gustavo Petro en la Asamblea General de las Naciones Unidas ha provocado una tormenta política y mediática en Colombia. Para algunos sectores opositores, su intervención fue “desafortunada”, una muestra de “improvisación” y de un estilo personalista. Sin embargo, un análisis desapasionado y con lupa política revela lo contrario: el discurso se erigió como un alegato de dignidad frente a la complacencia diplomática que históricamente ha caracterizado a gobiernos latinoamericanos ante los Estados Unidos.

La tesis central del presidente fue clara: denunciar la hipocresía de un sistema internacional que proclama derechos humanos mientras tolera —y en ocasiones legitima— prácticas de segregación contra los migrantes. Petro comparó la política antiinmigrante, especialmente la impulsada durante la era Trump, con lógicas que evocan los campos de concentración y el Holocausto. Para algunos, el símil fue incómodo; para otros, una exageración. Pero lo cierto es que el recurso retórico buscó precisamente generar incomodidad, sacudir conciencias y revelar que las narrativas de odio hacia los migrantes tienen efectos reales: más de un millón de personas han optado por retornar a sus países por miedo al clima de hostilidad en suelo estadounidense.

Un presidente latinoamericano que se planta en la ONU para señalar directamente a Washington incurre en un riesgo político enorme. La diplomacia tradicional preferiría las fórmulas tibias, la cautela y los discursos neutros, casi siempre irrelevantes. Petro optó por el camino contrario: tensar, interpelar y desmarcarse del “aplausómetro fácil”. En términos de política exterior, se trata de un ejercicio de soberanía discursiva: Colombia no puede ser solo un socio obediente, sino también una voz que cuestiona las estructuras de poder global.

Lo que vimos ahora marca un quiebre con esa tradición de genuflexión. Gustavo Petro no se arrodilló ni buscó la palmada en el hombro de los poderosos; al contrario, se atrevió a hablar con un tono incómodo, directo y con un filo que muy pocos líderes de esta región se permiten. Mientras sus antecesores optaban por la retórica complaciente, Petro asumió el riesgo de interpelar, de cuestionar y de dejar claro que Colombia no está condenada a ser un satélite obediente.

La reacción de la oposición en Colombia no sorprende. Para quienes han construido su narrativa sobre la descalificación sistemática del actual gobierno, cualquier gesto que no sea de sumisión ante Washington será leído como una torpeza. Es la vieja lógica de la “lambonería” diplomática: si Estados Unidos se incomoda, entonces el presidente se equivocó. Pero ese razonamiento, además de reduccionista, desconoce la necesidad de que Colombia se piense como un actor político con autonomía. Petro, con todos los matices que puedan discutirse, ha puesto sobre la mesa la urgencia de romper con la subordinación discursiva que por décadas ha marcado nuestra política exterior.

El discurso no se limitó a la crítica. Detrás de la retórica había una advertencia: el odio hacia los migrantes no es un fenómeno aislado, sino una política sistemática de sectores de extrema derecha que buscan sembrar miedo para consolidar poder. La analogía con el Holocausto, aunque polémica, recuerda que la deshumanización del “otro” ha sido siempre el preludio de las peores catástrofes de la historia. El señalamiento de Petro no es contra un país en abstracto, sino contra un modelo político que normaliza la persecución y convierte al migrante en chivo expiatorio.

La política internacional no se juega únicamente en tratados ni en cifras de comercio, también se libra en el terreno simbólico de los discursos. Petro, en la ONU, prefirió arriesgarse a la crítica antes que sumarse al silencio cómplice. ¿Fue un discurso incómodo? Sí. ¿Provocador? Sin duda. ¿Necesario? También. En un escenario donde muchos líderes eligen la complacencia para no incomodar a las potencias, la apuesta del presidente colombiano reivindica la dignidad como valor político. Y aunque esa osadía incomode a sectores de oposición, lo cierto es que la historia suele ser más benévola con quienes se atreven a hablar con voz propia, que con quienes solo aplauden en la voz de la lamnbonería.

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